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Salud mental y literatura: lo que va de la soledad a la solitud

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Desperté, había perdido la noción del tiempo. Ya para este punto qué importaba eso. Conté durante dos semanas el tiempo rigurosamente. Era una obsesión, cuántos minutos, cuántas horas, cuántos latidos. Estiré los brazos y desacomodé la sabana blanca que me cubría. 

Miré mis manos, mi brazo izquierdo, aún tenía la palabra utopía tatuada en la muñeca y, justo arriba, estaba un pinchazo. Una aguja pasó por mis venas para retirar un poco de sangre y ni siquiera la había sentido, ¡qué suerte! Una mujer estaba en frente de mí, ya no sé si ella me despertó o simplemente había estado casualmente allí justo para verme abrir los ojos. 

–Hola, ya me puedo ir. –Más que una pregunta, era una aseveración. 

–No, no te puedes ir –respondió, y sin siquiera poder refutarla continuó–: Vienes por un diagnóstico distinto al que indicaste. 

Nuevamente el tiempo vino a mi cabeza. Esa sentencia retumbaba en mi mente, en mis preguntas, en lo que conocía de mí. 

¿Qué podría ser diferente ahora? Se supone que llevo treinta y dos años viviendo en este cuerpo, en esta mente, en esta alma. Solo yo, en teoría soy dueña de lo que soy y mucho más de eso que tantas veces quiero cubrir, desconocer, minimizar o evadir. 

Ahora el tiempo pasaba frente a mí, un par de imágenes de desdén, de dolor, de intentos de suicidio y de ideaciones suicidas. Quien no sabe dirá que eso no es lo mismo, que hay una distancia infinita entre el pensar y el hacer, pero ¿qué les diría yo de esa tensión perenne entre el desasosiego y entre dar un paso que “todo lo resuelva”? Por un lado, un desenlace trágico, por el otro, un silencio desgastante y al parecer suspendido en el tiempo. El tiempo, otra vez el tiempo. 

Es mi segundo día y estoy internada en la unidad de cuidados intensivos de una clínica al norte de la ciudad. Vine por mi voluntad, porque me siento bien. Llevo dos semanas sin dormir, pero me siento bien. Puedo cumplir con mi trabajo, echo adelante mis proyectos, uno de los sueños de mi vida, un libro, al parecer está ad portas de ser publicado. Salvo mi corazón, todo va bien, diría el poeta Carranza. Episodios van y vienen, los veo pasar como si estuviera frente a un carrusel o, mejor, fuera de él, sin subirme. Rostros de personas, algunos gritos, algunos rostros con la mirada extraviada. Confusión, confusión, ¿por qué estoy aquí?

Al cuarto día estoy en una zona con menos control. Puedo entrar al baño sin que una enfermera verifique si me voy a hacer daño al entrar al excusado. Puedo conversar con otros, hacer algunas actividades para “dinamizar” este vacío de existir que necesita de algo más que no me puede otorgar el litio, la mirtazapina o la quetiapina y que lo sigo buscando ahora que han pasado poco más de cincuenta días y que mi conciencia frente al diagnóstico y frente a mí son diferentes. 


Una reflexión sobre la importancia de la literatura en los tratamientos de la salud mental. (Detalle de un Memento mori)
Una reflexión sobre la importancia de la literatura en los tratamientos de la salud mental. (Detalle de un Memento mori)

El 10 de septiembre organizaciones internacionales conmemoran el Día de la Prevención contra el suicidio, un tema que no está a muchos grados de separación de todos. Algo que no nos es ajeno, una realidad que a veces parece lejana, pero quizás todos hemos tenido un familiar, un amigo, un colega o incluso hemos sido quienes pasamos por ahí.

Durante este mes es recurrente hablar de ello. Aún, siendo un problema de salud pública, pareciera estar solo en el radar de pacientes e interesados. Por lo tanto, es necesario socializarlo e informarlo de manera responsable y lograr llevarlo a nuestras conversaciones cotidianas.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha promovido la formulación de políticas públicas de manera multisectorial porque, aunque el sistema de salud es en primera instancia el garante, el paciente también debe encontrar bienestar en su entorno: gran parte del mío son los libros, el arte y la escritura. 

Hay varias cosas que me cuestiono, por ejemplo, el hecho de sentir que de no ser porque tengo una capacidad económica o un plan de salud para acceder a este servicio, tal vez no estaría contando la historia en este momento, o la necesidad de entender la necesidad de querer hablar del tema (lejos de la manía y de la verborrea que en mi caso duró semanas y que clínicamente se llama logorrea),de ponerlo sobre la mesa. Aunque a veces ponga excusas, le llame de otras maneras, lo disfrace de “un mal día”, jaqueca o malparidez existencial. 

Este mal, que existe y que nos va devorando por dentro, necesita de nuestra atención. Es un desorden químico que juega con el cerebro y nos hace pasar malos ratos, de los que a veces no somos conscientes. Cada diagnóstico es muy particular. Hay grandes conceptos (Depresión, Ansiedad, Bipolaridad), todos parecen tener ciertas características que pueden ser explicadas y entendidas desde el comportamiento del cerebro y sus componentes químicos, en jornadas de psicoeducación, a través de varias fuentes médicas, pero sin embargo reaccionan en cada (im)paciente de formas particulares. 

Además de tomar los medicamentos, hacer terapia, realizar actividad física y alimentarme y dormir bien he encontrado en el arte alguna clase de regocijo o sosiego. En mis altos y bajos, sin pretender decir que una canción, un poema o el fragmento de una obra han sido mi forma de sanar o de controlar las manifestaciones de un episodio de depresión o de manía, sí puedo asegurar que han sido un aliento para seguir. 


Una reflexión sobre la importancia de la literatura en los tratamientos de la salud mental.
Una reflexión sobre la importancia de la literatura en los tratamientos de la salud mental.

Los libros han sido faro y, repito, aunque no son un antídoto definitivo, al menos sé que siempre van a estar después del litio y de los ansiolíticos o de las confrontaciones en terapia. Cuando una frase me muestra que no estamos solos en el dolor, siento que puedo tener un camino más allá de lo que me preocupa. Cuando un fragmento como el de Jalan jalan. Una lectura del mundo reivindica la existencia: “El lenguaje creó la palabra soledad para expresar el dolor de estar solo. Y creó la palabra solitud para expresar la gloria de estar solo”, veo con un poco más de lucidez que luego de la ayuda de otros también podemos cuidar de nuestro propio Armagedón. 

Si voy al pasado, no recuerdo haberme obsesionado con historias sobre enfermedades mentales en la literatura o alguna que me haya marcado. Son muchas y, tal vez, podría enumerarlas como en aquellos listados de “los veinte libros que deberías leer para entender la depresión” o “tres historias sobre bipolaridad que van a amar tus dos estados de ánimo”.

Sin embargo, sé de ensayos muy serios alrededor del tema como Viaje al manicomio de Kate Millet, donde a través de testimonios y del suyo propio habla de cómo “lo personal es político”, de esa inminente necesidad de poner en la esfera pública algunos asuntos que a veces solo nos acompañan en nuestra alcoba. “No hay voces compartidas” y es acá donde los libros y los diálogos son un valioso recurso que se suma a los caminos que nos ofrece la medicina,  sin reemplazar unos por las otros, es muy cierto que encontrar en las páginas de los libros historias o emociones como las nuestras o poder dialogar y conocer otros testimonios, también hacen parte de tránsito hacia una vida mental más saludable. 

También conozco novelas como Lo que no tiene nombre de Piedad Bonett o Mi bipolaridad y sus maremotos de Catalina Gallo, que develan la voz de quienes sobrellevan una enfermedad mental. Sin lugar a dudas, los padecimientos no solo pertenecen a quien es diagnosticado, sino también a las personas de su más cercano entorno, derivando sentimientos de negación, miedo, desdén e indiferencia, y también de inevitables duelos.

Por su parte, las escritora Margarita Posada, en una entrevista sobre Las muertes chiquitas,atañe a la depresión las mismas características de una pandemia y señala que como sociedad continuamos “enclosetando” o malentendiendo los diagnósticos cuando nos referimos a estados de ánimo pasajeros denominándolos como depresión o ansiedad, o cuando mal llamamos a alguien que está en un estado fluctuante “es tan bipolar”, sin saber que de fondo hay muchísimos otros síntomas. “A mí las máscaras no me sirven, eso vino a enseñarme la enfermedad”, señaló Posada en una entrevista a Red Más TV y agregó que, aunque es una enfermedad que no tiene cura, con el debido tratamiento y seguimiento se puede controlar. 

No puedo dejar de recordar a Alejandra Pizarnik que no se halló en este mundo que parecía no tener espacio para su espíritu y sus revelaciones, de su tristeza y nostalgia narrada en palabras que se desvanecían en su angustia; a Raúl Gómez Jattin que creyó que dando fin a su “locura” con la medicación, lo haría perecer como escritor. Muchas veces me vi en ellos, claro, sin su pluma aguda, melancólica y sobrecogedora. 

Termino de escribir estos párrafos con la noción del tiempo intacto, con la certeza de haber vivido tiempos donde no necesitaba pensar en el paso del minutero o en otros donde me pesaba incluso cada segundo. Tal vez a veces sea la literatura esa esperanza sin prorroga que a veces pareciera no hacernos preguntar por todo lo que está allá afuera. Quizás la experiencia de entrar en una obra y la sensación de poder vivir en otras puntuaciones y en otros verbos sean también parte de rebelarnos ante lo que nos hace tan mortales.  

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