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El resbaladizo culto a la personalidad

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Por: Luis Fernando García No./ Bogotá. El culto a la personalidad se vuelve indecoroso, humillante. Tortura el presente, desprecia el futuro y macera el pasado, lo convierte en un ideal imposible, en un montón de virtudes ajenas a la historia. 

Nada tan indigno como el culto a la personalidad, tan éticamente lejano de la razón y de la justicia. Agrieta la imagen, desconcierta, confunde. Pocos años después de su muerte Stalin y Franco se derrumbaron de ese pedestal creado y sostenido por ellos mismos. La mezquina ambición es palmaria en los mausoleos que pretenden recoger esos espectros a los que se rinde homenaje con beata pasión. Ahí están como una frustración de la humanidad. Son el mejor testimonio de los yerros que han cometido los pueblos. La adoración que permanece es apenas un índice del servilismo, de la infamia, de la esclavitud, de la desventura, de la miseria. Los panteones impresionan, confunden, demeritan; los cadáveres postergan la dignidad de los seres humanos. 

El culto a la personalidad tiene el defecto de ser el mismo para unos y para otros: los perversos y los bondadosos. Algo siniestro se esconde en la adoración. No encarna, en verdad, el fin; es el riesgo de volver a lo caduco. Todo queda sujeto a un monumento, a una palabra, a una exclamación y a esperar que pasen los años para descansar de la opresión que produce un recuerdo. Un doloroso recuerdo. Esos cadáveres casi eternos que esperan en silencio el descanso, el único descanso posible, están ahí, en silencio, apremiados por la angustia de una fama, de una afrenta. Lenin o Stalin, Franco o Primo de Rivera y los papas de San Pedro, y tantos otros en este mundo arrogante, injusto, casi despreciable, tan pegado a unas sombras, a unos odios o a unos afectos deslumbrantes. 

Todas esas sombras, sin embargo, caerán. Todas. Sombras apocalípticas que se esconden en esas momias, en esos cuerpos que asombran después de tantos años: feos, arrugados, viles. Y tantos monumentos en este mundo que ya no dicen nada. Que nunca dijeron nada. La magnificencia no tiene razón de ser, quebranta el nervio vital de la historia, lo reduce a unas pocas páginas, lo convierte, con apremio, en blanco del odio, de la incertidumbre de los pueblos. 

Nada tan insensato y tan desacreditado como el homenaje que nace del poderoso prestigio de detentar el poder. Es vil, fragoso, maligno. Y en eso concluye el culto a la personalidad. 

El culto a la personalidad se vuelve indecoroso, humillante. Tortura el presente, desprecia el futuro y macera el pasado, lo convierte en un ideal imposible, en un montón de virtudes ajenas a la historia, a esa que pretende defender el paso indetenible de los días. De este modo, la historia ya no depende de la razón, depende de esos lamentos fatuos producidos por la emoción de un instante, o por la generosidad de los afectos trasmitidos cuando no somos dueños de la verdad ni capaces de defenderla. Los laudatorios discursos, las apologías tormentosas y el elogio sinuoso y detestable se convierten en una carga difícil de soportar, de llevar. Nada tan insensato y tan desacreditado como el homenaje que nace del poderoso prestigio de detentar el poder. Es vil, fragoso, maligno. Y en eso concluye el culto a la personalidad. 

La búsqueda desquiciada del hombre por convertirse en héroe de la humanidad termina en horrendas guerras, en desastres humanos sin paralelo en la historia. Esos sueños de grandeza se miden en angustiosas y dolorosas horas de espera, en hipocresías y desprecios que los días no olvidan ni dejan pasar con facilidad. El ser humano que trasciende no necesita de las consideraciones del presente, él solo las construye, sin falsas osadías, sin pretensiones de ninguna índole, sin marcadas sabidurías, sin la ayuda de sus cortesanos o de dementes arúspices, de fotografías de toda laya, de testimonios insanos, de memorias farragosas. El héroe no reflexiona su heroicidad, el héroe es héroe por sus convicciones, por su esencia. El culto a la personalidad niega, entonces, la razón misma de la personalidad, la arruina, la opaca, la aflige. El culto a la personalidad mancilla. ¡Poco menos podemos decir!

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