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La última batalla del desierto

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Tomado de Página 12/ Buenos Aires. Fue poeta, narrador y ensayista, y su muerte por un paro cardiorrespiratorio, el 26 de enero pasado, causó tanto pena como sorpresa en los medios literarios. José Emilio Pacheco trabajaba en una nueva reescritura de su gran obra sobre el genocidio, Morirás lejos, que se publicó originalmente en 1967. En 2009 recibió el Premio Cervantes. Fue un poeta erudito y preciso y un intelectual progresista, marcado por la masacre de Tlatelolco de 1968. A pocos días de la muerte de Juan Gelman, la de José Emilio

En noviembre de 2013, José Emilio Pacheco fue homenajeado durante el Festival de Poetas del Mundo Latino, en Aguascalientes, no lejos de su ciudad natal, la capital mexicana. A La sangre de Medusa y otros cuentos marginales de 1959 sucedieron una serie de poemarios que cimentaron su lugar en las letras mexicanas y del continente, compilados en Tarde o temprano (1958-2009). Ya en El reposo del fuego (1966) la palabra austera remite a situaciones desoladas en un ámbito donde “entre las ruinas/ quiere la lepra envenenar la tierra”. Al focalizar objetos, paisajes y experiencias no dejó de indagar en una preocupación central que recorre su obra: el misterio del tiempo en distintas inflexiones, según remite simultáneamente al pasado, al futuro y ancla en las formas del presente. Así en “La rueda” (de El silencio de la luna, 1985-1996) afirma: “Sólo es eterno el fuego que nos mira vivir./ Sólo perdura la ceniza./ Funda y fecunda la transformación, /el incesante cambio que manda en todo.// Sólo el cambio no cambia y su permanencia /es nuestra finitud./ Hay que aceptarla y asumirla: ser/ del instante,/ material dispuesto/ a seguir en la rueda del hoy aquí/ y mañana en ninguna parte”.

El tiempo acuciante se configura en imágenes diversas. “Porvenir” (de La arena errante, 1992-1998) habla “de los que escapan al porvenir y encuentran el pasado reiterativo y el nunca”, o bien, lo acaecido se adensa y perturba: “Los días se van sumando hasta formar una época./ Entonces los miramos con rencor/ y decimos: Ya basta” (“Días”, del mismo poemario). Pero además el pasado puede retroceder hasta el origen de la humanidad (“Prehistoria”, “Génesis”) en ineludible relación con el presente desde donde se lo percibe, espacio-tiempo que cimenta la ligazón ineludible con el propio lugar: “Los pájaros que incendian la mañana/ no estaban aquí anoche/ Tal vez se abrían camino en las tinieblas/ y como el Soljaguar de los aztecas/ absorbían la sangre de los muertos / (Basta leer las noticias)...” (“Amanecer en Coatepec”, en Como la lluvia, 2001-2008).

En la reflexión sobre las formas de alienación y violencia se configura la visión de la ciudad de México como lugar arrasado: “... Destruyeron la casa. Al demolerla/ erosionaron la memoria” (“La barranca del muerto”, en El silencio de la luna). Valga considerar también su circunstancia histórica, plenamente asumida: nació cuando se iniciaba la Segunda GuerraMundial, su juventud transcurrió durante la guerra de Vietnam, y en 1968, el mismo año en que le rendía homenaje al poeta Efraín Huerta (contemporáneo de Octavio Paz), acaeció la represión gubernamental en la Universidad, conocida como la Masacrede Tlatelolco.

La guerra no ocupa un lugar menor. Desde aquella que menciona en Las batallas del desierto (1981): “Acababa de establecerse Israel y había guerra contra la Liga Arabe. Los niños que de verdad eran árabes y judíos solo se hablaban para insultarse y pelear”. El pasado es ahí evocación de la infancia y adolescencia, despertar del amor, y asimismo, pérdida de las ilusiones: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años...”.

Pero a diferencia de esta afirmación, Morirás lejos, se erige como necesaria memoria del genocidio y búsqueda acerca de cómo escribir el horror. Apenas se inicia, encontramos fragmentos encabezados por símbolos y nombres que van reiterándose: “Salónica”, “Diáspora”, “Grossaktion”, “Totenbuch”, “Götterdämerung”. Desde la destrucción del Templo de Jerusalén por el Imperio Romano hasta un presente ubicable en los años sesenta, en el que al parecer un criminal de guerra nazi (nombrado “eme”) observa y/ o es observado por “Alguien”, según cuenta el llamado “narrador omnividente”, se despliegan las hipótesis (enumeradas alfabéticamente) acerca de quiénes son esos dos personajes situados en la ciudad de México. Nada parece suficiente en esta escritura para contar la historia de matanzas que si bien tienen como centro los crímenes nazis, recuerdan otros, de ahí la referencia al año 1492, además de la constatación de un persistente deseo de dominio: “Cohortes, falanges que sueñan con extender sobre la Tierra el imperio del orden ario, anhelan que los judíos, los comunistas, sus aliados y sus defensores mueran en las cámaras y los otros pueblos queden como bestias de carga y de labor al servicio del Cuarto Reich invencible” que no cesa “porque el odio es igual, el desprecio es el mismo, la ambición es idéntica, el sueño de conquista planetaria sigue invariable; y frente a ello una serie de palabritas propias y ajenas alineadas en el papel se diría un esfuerzo tan lamentable como la voluntad de una hormiga que pretendiera frenar a una división Panzer en su avance sobre el Templo de Jerusalén, sobre Toledo, sobre la calle Zamenhof, sobre Da Nang, Quang Ngai y otros extraños nombres de este mundo”.

Ni más ni menos, desconfiar de la eficacia que podría tener esa narración memoriosa, y pese a todo, alguna lejana expectativa cifrada en la reiterada mención a un periódico, El Universal, con su tradicional sesión “El aviso oportuno”, advirtiendo que “la millonésima insistencia no estará de sobra”.

Morirás lejos fue publicada por primera vez en 1967, en tiempos del boom latinoamericano. Sin embargo, no integró el conjunto característico de narraciones de tal movimiento. Seguramente porque no compartía los rasgos salientes de las otras: la seducción al lector por la feliz confluencia entre aquello que referían y el modo de hacerlo. La novela presenta una trama entrecortada y compleja donde prevalecen las conjeturas, que a su vez se deshacen y rehacen, los personajes principales tienen una extraña consistencia, hay saltos, continuidades y discontinuidades en los episodios, se incorporan distintas formas de discurso –diálogos, testimonios, reflexiones– para configurar una imagen tendiente a un objetivo encima declarado incierto: ...“fue un pobre intento de contribuir a que el gran crimen nunca se repita”. Sin que esto excluya –como se ve en la serie de desenlaces posibles de la novela– la dimensión fructífera de la duda. Hubo una segunda versión de Morirás lejos, congruente con lo que no dejó de hacer Pacheco en su camino literario (poemas, relatos, ensayos), esto es, reescribir estableciendo diálogos con la tradición literaria vía citas ocultas o explícitas, traducciones e interpretaciones, signadas por su propia poética.

En ocasión del último homenaje de Aguascalientes, comentó que estaba intentando una nueva reescritura de Morirás lejos, y, quizá remarcando lo que tantas veces señalara como destrucción del pasado, no pudo sino decir que para emplazar el escenario donde “eme” y “Alguien” estaban, tenía que recurrir a archivos, porque ya ese lugar no existía.








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