No. 6.533, Bogotá, Viernes 22 de Noviembre del 2013
El escritor sólo puede interesar a la humanidad cuando en sus obras se interesa por la humanidad.
Miguel de Unamuno
Vermeer de espaldas a la gloria
Por: Germán Borda.
Los martes en la noche, después de tediosos y complejos trabajos de armonía o contrapunto, descendía por la calle de María auxiliadora en Viena. Como un ritual preestablecido en esos años de estudios ingresaba en el Museo de arte y subía uno a uno los innumerables escalones rumbo al segundo piso, con una maravillosa escultura griega enfrente. Luego, como un autómata pasaba de largo por cientos de cuadros. Me detenía por unos minutos en los famosos Brueghel y algo me jalonaba e imantaba. Después permanecía en el pequeño salón observando uno de los cuadros más emblemáticos y formidables de la historia de la pintura, “El arte de la pintura”.
Uno de los pocos lienzos existentes de un artista genial, que trabajó intensamente en un número reducido de obras. Vermeer de Delft. Concienzudo, leí en alguna parte que para el mapa colgado en el fondo de esa pintura la elaboró en ocho años. Marcel Proust se fascina con las creaciones del holandés y llama la atención sobre un trozo de muro amarillo con tanta maestría y refinamiento por un artista destinado a ser siempre desconocido y raramente identificado bajo el nombre de Vermeer.
Obsesionado con el creador y las teorías de Proust basadas en su manera de pintar, extrapolándolas a la literatura, viaje a Delft, para descubrir con tristeza que la fantasía había cedido a la realidad. Ya no existía nada de lo inmortalizado por Vermeer. Proust insistía, en un texto que hoy se me escapa, cito de memoria, que se debería escribir con la ciencia, la conciencia, la minuciosidad, la paciencia jobiana utilizada por el maestro holandés. Para el muro, acotaba el literato francés, superpuso varias capas de pinceladas precisas, matemáticas, exactas, hasta lograr el efecto espectacular del cuadro. Labor de horas, semanas, años de trabajo. Así, decía, debería escribirse.
Han pasado varias décadas desde que los martes, noche de entrada libre, gozaba de la iluminación perfecta del museo de Viena. He regresado. De nuevo rehaciendo lo que me impele la memoria recorro salones buscando el famoso lienzo. En vano, recordé que estaba en litigio, quizás el poseedor privado lo tenía colgado encima de su chimenea. En la guerra el rapto de cuadros se considera lícito y un deber, recuperarlos es complejo. El guía me lleva a un salón mucho más amplio al que conserva mi mente. En el fondo el cuadro. Mis nervios se tensan como el violín al afinarse y permanezco un tiempo inaprensible frente a la obra inmortal. Cientos de japoneses y alemanes pasan y me distraen. Una y otra vez avanzó con la luz lateral que ilumina la obra. La genialidad de Vermeer se manifiesta al hacer irradiar la composición de esa luz perfecta en sus matices. Esa luz la recogen las baldosas y el rostro de la mujer. Dama sosteniendo un libro y un instrumento de cobre. Un trombón. Todos los detalles se producen con la precisión de un microscopio Zeiss, la lámpara colgante, el tapiz del lado izquierdo, los mínimos detalles del mapa de los países bajos. Incluso nace la modelo, apenas su cabeza, en el lienzo que realiza el artista.
Johannes Vermeer aparece de espaldas tal cual si quisiera concentrase en su anonimato. Con su rostro oculto –uno de los grandes misterios, como su vida— y simbolizando quizás, su desinterés por la fama y la gloría. ¿Un acto de desdén o de inconmensurable modestia ante una de las creaciones más gigantescas del ser humano? Puede ser.
