La novela es como el Cavernario, como Frankenstein, parece monstruosa, es oscura, está llena de cicatrices de todo tipo, pero en esa aparente deformación hay belleza evidente, no es difícil encontrarla; y hay lucidez, y humanidad, dignidad.
Harold es un niño “raro” en su conjunto residencial, solitario, y no puede meterse en la piscina porque tiene un problema en el oído, no tiene tímpano. El agua pasaría directo a su cerebro. Sí juega fútbol con sus vecinos, y es víctima del matoneo de uno de los niños más grandes. Alrededor de la piscina pasan muchas cosas, es el inicio de la vida en el lugar, el refugio para pasar las alegrías, u olvidarse de las tristezas; y una especie de agujero negro que se lo va tragando todo, un agua oscura que va llenando todo y ya hundidos que se salve quien pueda. Estamos en Salsipuedes, que es Cali, pero puede ser otra ciudad calurosa latinoamericana, y el ambiente es tensionante por la violencia del narcotráfico, y por la violencia en todos los ámbitos; pero los habitantes de la ciudad parecen estar acostumbrados, la sangre y la vida que no vale nada ya son parte del paisaje.
En Salsipuedes parece que no pasa el tiempo, las voces se confunden, varios personajes cuentan las historias, pero podrían ser el mismo; y es que la literatura es un conjunto de eternidades, presentes que también son vacíos, pero luminosos. Dice uno de los protagonistas: “Sin reloj no hay tiempo —por ello están prohibidos en mi mundo—. Sin reloj, es decir, sin consecuencia temporal, todo —lo que pasó, pasa y pasará— ocurre al mismo tiempo, en un probable eterno presente”. Y también dice: “En mi mundo, en expansión continua como el universo, somos lo que éramos y lo que seremos, pues la eternidad es inmensurable. En mi mundo —hecho de recuerdos y teorías— Nalleli aún me lleva al aeropuerto para que vea aviones despegando”. Y el libro tiene varias de estas epifanías, aviones despegando todo el tiempo, aviones que se estrellan; jóvenes que asumen la vida con energía, pero la ciudad se los traga, los engulle, y queda adaptarse o escapar de alguna forma, en los videojuegos, en la soledad, o en la literatura.
«Sus páginas me recordaron a autores como Chuck Palahniuk y Denis Johnson, sobre todo al ya clásico “Hijo de Jesús”; también al gigante chileno Roberto Bolaño, en cuanto a libertad en la narración y atmósferas opresivas…»
Salsipuedes es la segunda novela publicada de Harold Muñoz; el escritor caleño fue finalista del IV Premio de Novela Corta de la Universidad Javeriana en 2016, al año siguiente obtuvo el Premio de novela Nuevas Voces Emecé Idartes y el Concurso de Cuento para Jóvenes Escritores Andrés Caicedo. Su primera novela Nadie grita tu nombre, publicada por Planeta, fue nominada al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana de la Universidad Eafit en 2018. En Salsipuedes son notorios su talento, su oficio como escritor, su bagaje literario. Sus páginas me recordaron a autores como Chuck Palahniuk y Denis Johnson, sobre todo al ya clásico “Hijo de Jesús”; también al gigante chileno Roberto Bolaño, en cuanto a libertad en la narración y atmósferas opresivas; asimismo al ritmo caribeño y salvaje, al juego con la oralidad latinoamericana de Rita Indiana. En Colombia se le podría emparentar con el imaginativo Juan Cárdenas y con su paisano Antonio García Ángel que también explora el lenguaje oral vallecaucano.
Pero la novela no sólo remite a otros escritores, es inevitable no acordarse de películas colombianas que exploran la violencia del narcotráfico, como “Perro come perro” y “Lavaperros» —cuyo guión escribió precisamente García Ángel junto a la premiada Pilar Quintana— de Carlos Moreno, también caleño. Las historias además nos hacen pensar en videojuegos, videoclips musicales de Mtv, y reggaetón, cómo no: la narración es rítmica y a veces desfachatada y en apariencia “sucia” como el género musical puertorriqueño. La novela mezcla de manera equilibrada cultura libresca, mitos griegos, con cultura popular, y esto es uno de sus mayores aciertos: es profunda, bien escrita, con muchos momentos poéticos, pero también es ágil, divertida, se puede decir que televisiva. Es una buena candidata para adaptación audiovisual, tal vez una miniserie de Netflix dirigida por un monstruo, mitad Carlos Moreno, mitad David Lynch; o un largometraje hecho de cortos que sean como golpes o balazos, un gótico tropical con Denzel Washington.
«Esta es una novela hecha de cuentos, fragmentaria, como un plato reconstruido después de romperse; un Frankenstein aterrador pero tierno, como uno de sus personajes más llamativos, el Cavernario…»
“Un mar con más hojas y basura que peces, sin corales, con trillones y trillones de piedras pulverizadas: fragmentos con los que yo armaba castillos, fortalezas, y que luego revisaba en el microscopio: a determinada escala no hay muerte”, dice en el libro, y este mar también es Salsipuedes, una ciudad castigada por la violencia en la que deambulan almas rotas; los personajes están un poco aturdidos, por sus deseos insatisfechos, ambiciones malsanas, por sufrir la crueldad o ejercerla contra los más débiles. Pero con eso el autor hace bellezas, construye una novela de gran ritmo, perfecta para leer en voz alta; con frases poéticas, epifanías, bastante humor, algunas imágenes difíciles de olvidar. Otro acierto del libro es la imaginación, pero que no se sale de las coordenadas del realismo; alguna vez escuché que J.W. Goethe dijo que había pocos escritores que tuvieran imaginación sin escapar de la realidad, y sí, tal vez se necesita más ingenio en el llamado “realismo” que en la literatura de fantasía.
En mi opinión, los capítulos —que también son cuentos— destacados son “Las playas oscuras”, en el que un niño habla de la relación con su prima, una mujer víctima de los valores estéticos de la ciudad, de la cultura mafiosa; alguien bello y ambicioso que sucumbe ante la tentación de ser más “bonita” y se hace cirugías plásticas y cae en un espiral maligno del que es difícil escapar. “Pólvora”, en la que un adolescente agresivo cuenta las aventuras de su tío “comerciante”, y quiere demostrar que él también es un macho colombiano, que no tiene miedo. Y “Un espacio artificial”, la historia de dos niñas “monas” a las que les encanta subirse a los palos de mango, y que son custodiadas con mucho celo por su padre; es la parte más enigmática del libro, más surreal e imaginativa —para mí—, y me encantaría que Muñoz explorara más esta senda. En un par de frases luminosas también se homenajea aquí a la “mona” de Andrés Caicedo.
Esta es una novela hecha de cuentos, fragmentaria, como un plato reconstruido después de romperse; un Frankenstein aterrador pero tierno, como uno de sus personajes más llamativos, el Cavernario: un “monstruo” que es abusado pero que tiene mucha fuerza y en el fondo un buen corazón. La novela es como el Cavernario, como Frankenstein, parece monstruosa, es oscura, está llena de cicatrices de todo tipo, pero en esa aparente deformación hay belleza evidente, no es difícil encontrarla; y hay lucidez, y humanidad, dignidad. Gente que, a pesar de las circunstancias, lucha, encuentra salidas, no se deja vencer. Colombia es un país plagado de monstruos, sin duda, algunos tiernos, otros terribles, y no me refiero a defectos físicos sino a algunas almas ruines; pero dentro de nuestra tragedia hay mucha belleza, y gran parte de esta la encontramos en nuestro arte, en nuestra literatura; Salsipuedes es un muy buen ejemplo de esto.
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