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Truman o la amistad sin límites

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(Comedia dramática que hace llorar y reír) 

“El propósito de la amistad es tener alguien a quien amar más que a mí mismo y por salvar cuya vida diera gustoso la mía”. 
Séneca 


Por: Reinaldo Spitaletta 


He lamentado, tal vez hasta llegar a un silencioso pesar en soledad, no tener amigos de infancia. Y, en exactitud, son pocos, casi ninguno, los que quedan de los tiempos de juventud —ya un tanto lejana—, de esos días locos y bellos y animados cuando todavía no había que preocuparse por trabajos ni por pagos de renta. La amistad, cultivo de afinidades, complicidad en la angustia y la alegría, es una especie de fortuna, que envidiarían los dioses, seres que, como esencia de su composición, o como castigo, carecen de amigos. Tienen adoradores; no alguien que los ame más que a sí mismos. 

Los amigos (escribía Cortázar) están en el tabaco, en el café, en el vino. En las horas amargas, en los días oscuros, en el brillo de los triunfos. Un tango desesperado, y tal vez sabio, habla de una verdad de dolor: “amigo de verdad es el alcohol y nadie más”. Un señor que duró más de ochenta años (y durar, como decía Manuel Mejía Vallejo, no es ningún mérito) dijo poco antes de morir que nunca había tenido un amigo. Bueno, quizá fuese un huraño. O no pudo desprenderse de su egoísmo. O, cabe la posibilidad, quedó decepcionado de los que decían ser amigos. 

Estos liminares, un poco a la topa tolondra, sirven para introducir unas apreciaciones sobre el filme español Truman, dirigido por Cesc Gay, con la actuación estelar (vale el adjetivo) de Ricardo Darín y Javier Cámara. La película es un canto a la amistad, pero, a su vez, al amor por un perro (Truman, así se llama la mascota). Julián, actor argentino exiliado en Madrid, sufre una enfermedad terminal y ha decidido no seguir el penoso tratamiento y acortar el camino hacia la muerte. Del Canadá, donde trabaja en una universidad, ha llegado Tomás, su amigo de infancia, a participar en un seminario, pero, ante todo, para reunirse con su camarada del alma. 

Dos caracteres diferentes: uno, el actor, sanguíneo, pasional, emotivo y franco; el otro, racional, atento a las emociones de su “parcero”, dispuesto a hacer grato el encuentro final que solo durará cuatro días, en los que buscan quién adopte a Truman; van a Ámsterdam a visitar al hijo de Julián, que está de cumpleaños; entran a restaurantes, al teatro donde hasta esos días trabajará el actor, echado por el dueño y productor teatral que, al enterarse de la enfermedad irreversible de Julián, no lo tendrá más en el elenco. Pero la función debe continuar. 

Llama la atención que la película, con un equilibrio como el de un caminante de la cuerda floja, a punto de caer, pero manteniendo una creciente tensión que se matiza con humor negro, no se despeña por los abismos de lo lacrimógeno ni cae en el sentimentalismo de pacotilla. Y si bien, es capaz de producir en el espectador desgarramientos en su interior, no apela a la demagogia. Darín, en un rol maestro, con una actuación dosificada, pero, a su vez, llena de ironía y de apasionamiento, contrasta con la de Javier Cámara (Tomás), que, como su personaje matemático, mide las reacciones, apenas necesita ciertos gestos y parlamentos para consolidar su brillante papel. 

Truman es un himno, sin desafines, a la noción de amistad; al encuentro definitivo entre dos amigos que ya nunca se volverán a ver, un toparse de los dos con lo irremediable. Pero sin patetismos ni edulcoraciones. Ambos personajes son conscientes de lo que vendrá. Y, entre tanto, qué pasará con el perro, con Truman, un bullmastiff, de mirar dulce-triste, al que dejan dos días en la casa de una pareja de mujeres gay y al que le espera un final tal vez impredecible. 

Por otro lado, y como para seguir con Truman, el perro real (que se llamaba Troilo) murió hace algunos meses y el actor Ricardo Darín lloró más de una semana, porque había hecho migas con el animal. 

No sé si a usted, amigo lector, le gustan los perros o no. Después de ver esta película, con certeza los amará. Y no sé si usted, insisto, sea duro o difícil para el lagrimeo. Pero cuando vea a Truman no habrá manera, ninguna compuerta, ninguna represa, que pueda detener sus lágrimas, por lo que, según he sabido, muchos recomiendan llevar pañuelitos a la sala. Ah, y por lo demás, llorar no hace daño y limpia los ojos.


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