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La literatura no sirve para nada

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Por: Hernando Urriago / Tomado de Cali Cultural 


Después de más de 2000 años de existencia en Occidente, la Literatura no ha contribuido a transformar enfáticamente la realidad; tampoco le ha asegurado mejor calidad de vida a nadie (excepto a los pocos escritores que viven de sus libros y a los editores que aquellos amamantan), ni ha incidido en la merma de los índices de muerte por depresión, desnutrición o abandono en el mundo. La Literatura dice elevar estéticamente los valores humanos, y sin embargo se muestra abyecta, oscura, violenta, y eso causa simpatía a los lectores de todos los tiempos, incluyendo a los niños, que ríen malévolamente cuando el lobo tiene a la abuela en su barriga. Como si esto fuese poco, la Literatura no ofrece ningún rédito inmediato distinto al del divertimento, en general inofensivo e inútil, de un lector que suele alterar su corazón ante un manojo de hojas impresas o electrónicas. 

La literatura amenazada 


Todo esto, sumado a decenas de argumentos explícitos o soterrados, se cierne como una gran guillotina sobre la Literatura. Vale decir: sobre las Humanidades en general, aquellas disciplinas que desde su condición específica cumplen con la interpretación crítica de la sociedad, la revitalización de la cultura, el examen de las grandes cuestiones personales y sociales, y la expresión estética de la creatividad. En un mundo en el cual hoy para el amor es más efectivo un trino que un verso (aunque a decir verdad en Twitter brillan a veces el aforismo y la pertinaz ocurrencia verbal); donde el ‘realityshow’ suple de manera rápida y efectiva la connatural necesidad del ser humano por el poder transformador de la ficción, o en el que pensar es, más que una amenaza, una tarea engorrosa y de amargados, las Humanidades y la Literatura parecen estar fuera de lugar. Como ya han empezado a reconocer algunas sociedades ‘avanzadas’, las Humanidades y la Literatura sirven poco si no pueden ligarse al progreso, a la eficacia, a la solución práctica y rápida de asuntos ‘coyunturales’. Y sin embargo seguimos leyendo y escribiendo Literatura, comprando libros o descubriéndolos en PDF gracias a diversos dispositivos impresos o electrónicos. Lo que hace dos o tres décadas se consideró una amenaza para la Literatura, desde hace mucho se convirtióen su aliado y en gran medida en su artilugio estimulante: los blogs y las redes sociales ya han servido de difusoras de la Literatura clásica y también la que obedece a los aires del último tiempo. Realmente, las amenazas, esas guillotinas simbólicas que respiran en la nuca de la Literatura, le vienen de afuera pero también de adentro, a la manera de esos parásitos que devoran el organismo del animal más imbatible. Particularmente, en Colombia, la Literatura –de la que tanto se vanaglorian los poderes de turno al enarbolar la bandera del único Premio Nobel que tiene el país—no le sirve a nadie que esté dispuesto a diseñar los lineamientos de una educación de calidad cuya misión es atenuar el protagonismo de las Humanidades en función de la Ciencia y la Tecnología para lograr una nación desarrollada y a la altura de la ‘intelligentsia’ de los países que dominan el mundoOtra amenaza contra la Literatura es la hipoteca creativa constante en la que viven muchos escritores ante las grandes casas e d i t o r i a l e s , que les solicitan anualmente novelas e incluso les adelantan dinero por ellas, como en los tiempos de deudas febri- les de Dickens y Dostoievski. En días pasa- dos el escritor Héctor Abad Fa c i o l i n c e confesaba a ‘El País’ de España cómo entre 2013 y 2014 vivió unestado de postración y resequedad literarias al encontrarse sin más temas qué contar y habiéndose comprometido con su casa editorial en la entrega puntual de una novela. Al final Abad Faciolince se sobrepuso y el resultado fue la publicación de una novela baldía, La Oculta que figura entre los libros más intrascendentes y ligeros de nuestra Literatura. Lo mismo sucede con Fernando Vallejo, quien se torna insoportable leer gracias a sus poses de escritor beato antirreligioso. Una tercera amenaza que debilita a la Literatura en tiempos de tecnocracia editorial y educativa es la actitud de ciertos zares de la cultura y de las letras que se campean por las academias donde tienen lugar los estudios literarios. Se trata de personajes que escudan su mediocridad e incompetencia creativa e intelectual en el pretendido y pretencioso ejercicio de la crítica literaria, que no es más que una celebración egocéntrica de sí mismos y de sus secuaces –a veces provenientes de otras instituciones académicas y culturales--, en función de invitaciones, viajes, viáticos, gloriosos y fugaces cócteles, a la manera de ese profesor de literatura peruano que inventa el novelista Santiago Gamboa en Los impostores con el nombre de Nelson Chouchén Otálora, plagiador de William Ospina, rencoroso, envidioso y amiguista, y a quien por su incapacidad creativa no le queda de otra que empezar su auto- biografía diciendo: “Vine a Pekín porque me dijeron que aquí vivió mi abuelo, un tal Ho Shou-Shen”. 

La literatura no le sirve a nadie 


Pero la mayor amenaza de la Literatura proviene de quienes desean ponerla al servicio de las ocurrencias o las entelequias del poder, tal como ocurrió en los tiempos más oscuros del estalinismo soviético o en las temporadas en el infierno de las dictaduras latinoamericanas, que tuvieron en muchos intelectuales y letrados a sus legitimadores detrás de la silla maloliente del gobierno. Hoy en Colombia, por ejemplo, muchos escritores se han convertido en voceros del posconflicto, esa ficción de Estado que, aun cuando es deseable, parece reclamar el unanimismo no sólo político sino también cultural y literario a través de columnas de opinión y ciertos ensayos sobre la guerra, la paz y el posconflicto en Colombia. En estas condiciones, la Literatura no debe servirle a nadie que intente reivindicar su condición de Mesías. Y es que la Literatura no debe servirle a nadie, en el sentido de que rehuirá siempre de las mieles adormecedoras del poder para convertirse en un contra-poder. Claro que la Literatura instruye y genera placer (‘placere et docere’, sentenció el poeta latino Horacio), amplía la experiencia humana mediante la ficción (la ‘verdad de las mentiras’, acuñó Vargas Llosa) y renueva el lenguaje gracias a su potencia simbólica, todo lo cual ha sido una amenaza para los poderes (sociales, políticos, económicos y tecnoburocráticos) que intentan maniatarla. “La literatura desconcierta, molesta, despista, desorienta más que los discursos filosóficos, sociológicos o psicológicos, porque se dirige a las emociones a la empatía”, ha escrito el profesor y teórico francés Antoine Compagnon en ‘¿Para qué sirve la literatura?’, y recuerda que la verdadera servidumbre de la Literatura está en ofrecer su poder emancipador para que los seres humanos encuentren en ella una oportunidad para ser cada vez mejores. La Literatura servirá en los años venideros si le apostamos a que sea reintegrada de una manera lúdica y vivaz a los currículos escolares, que han desplazado la tradición literaria en función de los planes lectores que ofrecen a destajo las grandes casas editoriales. La Literatura seguirá sirviéndole a la conciencia y a la imaginación si en vez de acostarnos intoxicados por los pregoneros mediáticos de políticos, banqueros y burócratas, accedemos al sueño tras unos versos o unas páginas leídas por el puro interés de alterar nuestra vida cotidiana. Y entonces empezaremos a saber que sin Literatura es imposible hablar del mundo, y que sin ella el mundo es paisaje simple y yermo donde, como en El Principito de Saint-Exùpery, los más aprovechados querrán robarnos las estrellas.


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