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Arrayán o la palabra mestiza

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Por Henry Manrique/ Tomado de “Con-fabulación”. En el Gólgota se ubica la casa del Arrayán. Una situación la vuelve especial, es esquinera lo que permite disfrutar dos trayectorias, allí se interceptan no sólo los vientos fríos del sur sino también las miradas. Como los hogares de los ancestros, la imagino, que tenía o tiene todo al alcance de la mano. Basta “evocar” que desde las cocinas ahumadas por los leños o el carbón y desde la infaltable ventana que daba o colindaba con el huerto, la mamá vieja, o el padre, sólo estiraba su mano para alcanzar las uvillas, la hierba buena, la manzanilla, el ají o el “tauso o tuzo”, que se enredaba en el churo cósmico o sarcillos pegados a los colores que empezaban en el verde y no terminaban en el amarillo. En esos ambientes se creaban los paraísos donde se revolcaban los aires junto a los juegos y sonrisas de los niños, infantes que se habían aseado con paico y habían ahuyentado los espíritus malos con la ruda. 

Pero en la cuadra de atrás también se enmarañada la selva. Las campánulas, los claveles, geranios, rosas y gladiolos ordenaban a los quindes para iniciar el rito de la levitación. Entonces el agua que había dormido al filo de la niebla nocturna, el sol, y las manos que ordenaban alejarse a la maleza, en una acto de complicidad creaban la belleza inicial, sincera, inocente y verdadera. Cuanto debe extrañar Julio César Goyes estos cuadros vivos tantas veces repetidos y que, sin embrago, son novedosos, iniciatorios, elementos claves que retornan intermitentemente para poder nostalgiar sobre el pasado. 

Y es que la poesía es eso, nostalgiar. John O. Kuinghttons decide que la poesía es evocación, con la razón que la palabra evocar es, como lo percibo, quizá me equivoco, en esto también hay destreza, volver a la boca, es volver a decir, es reinventar o transmutar en palabra la memoria, en ese sentido quizá los dos términos carezcan de antonimia porque se parecen tanto; pero la nostalgia es más bien ese retornar al pasado, es el disfrute desde un presente que tampoco existe, es también una forma de redención por habernos alejado en busca de otras ternuras, de otros destinos. Aquí en este punto, la poesía de Goyes en Arrayán encuentra su manija, es decir la esencia del hombre es lo pretérito, porque el futuro aún no es, y el hoy es desde ya, pasado, “instante fugaz donde el tiempo no es presente”. Y más aún, la evocación y la nostalgia es lo que lo mantiene unido, en la palabra, al lugar de su génesis. 

Pero desde donde se nostalgia, esa urdimbre es instantánea, como veloz y etéreo es el levitar del quinde, ser alado que únicamente puede ser atrapado en la palabra. Es que Julio Goyes no sólo evoca el lugar de encuentros y desencuentros, los jardines, las flores, la esquina filosa que arrastra los aromas; él evoca la misma palabra. Creo que el quinde no sería tan fantástico si lo hubiera denominado con otro término, picaflor o colibrí. Goyes evoca los sonidos, los ecos, la música (el quinde es música, es pentagrama, “quisinde quinde”, charagüitos, pingullos), es decir lo que se cifra en el canto dulce de la gente de los Andes. El quinde no puede prescindir tampoco de taita, wachi, lluspe, achilan y tantos vocablos que los encuentro dulces como la savia o miel que recibe de su amante del jardín. 

El poeta, entonces, extraña el elemento y la palabra que la evoca. En el sur de leyendas y mitologías el “enruanado” Juan Chiles invita a desanudar el discurso en un sentido tríptico, Pasto- Quechua- Español. El Idioma Pasto, que según Sergio Elías Ortiz, se extinguió en el siglo 18, pero del cual prevalecen muchas palabras; el quechua, heredado a los pastos por los adelantados del imperio Inca, las yanaconas; estos idiomas ancestrales indígenas aportan un caudal importante de palabras al idioma español que en la triada se ubica en el tercer lugar. En cuestión, Julio César Goyes, anuda o mejor teje esta manta lingüística logrando una identidad poética que generaliza partiendo del yo autor al todo lector; casa-barrio-comunidad. Entonces reincide en la belleza de la palabra nostalgiada, choza, curaca, chagra, chasqui o andador de chasquiñanes. En este punto, Goyes es un deambulante lúcido que transita los callejones de la memoria, evocando y comunicando con suavidad de pasto su alma. 

Es que no puede ser de otra manera, el hombre no puede desarraigarse de su primer entorno, el sonido, que se incrusta incluso desde el útero, es eco que rebota sobre el mundo, es lenguaje, es signo. En ese ámbito, cuántas voces no recorrieron y recorren los recintos de su primer morada; y allí, en los intersticios que va dejando el tiempo, desde esas rendijas que nos indican la trashumancia de los hombres, es cuando Julio César Goyes nos rescata y nos hace comprender que somos uno; este acto mágico en la palabra es lo que vuelve universal la poesía del autor de La ciudad de las Nubes Verdes. 

En el eco y la mirada, más distanciado aun de sus aldeas surianas, me remite a pensar que, a un hombre, como Goyes, que ama lo que deja atrás, sólo por momentos porque siempre retorna, aunque lo espacien lomas y montañas, mares y continentes, no olvida tampoco este mestizaje que puede ser la poesía, y esto es fundamentalmente bello como la palabra o el verso que lo nombra y lo más importante, allí, cuando nos atrevemos a reencontrarnos en el verso que antaño fue vivencia, sólo allí entenderemos lo que somos… ya Borges insistía que “estamos hechos de pasado”.

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