Por: Harold Alvarado T./ I Parte. José Manuel Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) pudo ser un elegante oficial de navío por su exquisito aire, de aristócrata andaluz desolado de señorío y nostalgias, yendo y viniendo entre los viñedos y pantanos, las serranías y playas del mar, amando la vida y sus placeres. Quizás por ello goza de un enorme prestigio entre casi todas las cáfilas y catervas de los intelectuales peninsulares y sudamericanos, que le han celebrado con numerosas distinciones, incluido, este año el Cervantes.
En varias ocasiones ha declarado sentirse un musulmán que aún lucha contra el depredador cristiano. Este sentimiento acerca de la cultura abolida y el exotismo de sus progenitores explican, quizás, el caudal del léxico, el tono y la serenidad casi estoica que brindan sus poemas que provienen, sin duda, de su apego a la filosofía del al-Andaluz. Ha vivido, además, largas temporadas fuera de España, en Colombia y Cuba y conserva ese rostro de modelo de Velásquez de sus fotos de juventud, con un habla salpicada de picardías, medio cubana y colombiana, aparentando estar distraído pero al borde de una mueca maliciosa que va dando cuerpo a ese lento desdén prolongado con el cual precisa y dicta los despojos de su prodigiosa memoria.
Recordando sus años de Colombia considera que "fueron especialmente importantes”. Caballero Bonald hizo parte de la revista Mito, que publicó una antología de su poesía: El papel del coro (1961). Sus colaboraciones en suplementos literarios fueron constantes, y sirvieron para informar a los colombianos de las vicisitudes de la vida política y la poesía de una España que apenas iba saliendo del martirio y la pobreza de la posguerra. Los años de Colombia fueron una manera de reencontrarse con ciertos ambientes, quizás verbales, que había estado buscando en sus primeros libros.
Exilios que tenían que ver con el franquismo. Dijo incluso que su poesía de esos años se había empobrecido deliberadamente, pues suponía, "con disculpable desenfoque, que era mucho más importante denunciar algo de lo que estaba ocurriendo a través de la literatura." También, como varios de sus compañeros de generación, Angel Gonzalez, Goytisolo, Barral, incluso Gil de Biedma, creyó que la poesía podía cambiar la realidad. Luchaba contra la hostilidad del medio y creía que la literatura era un arma apta para transformarlo. No obstante, después diría que cuando empezó a escribir nunca pretendió definir el realismo antes de las obras sino a partir de ellas. Desde muy joven tuvo predilección por los textos clásicos, de Homero hasta los poetas de la Roma decadente, como también, ha tratado de aclarar, a través del lenguaje, sus experiencias, haciendo una crítica de sus actitudes. Constantes que cruzan toda su poesía.