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Rimbaud promete que será bueno (y vidente)

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Por: Carlos Skliar*/ Tomado de “Con-fabulación”/ Bogotá.

Al hombre que juzga severamente la soledad no le ayuda y su pensamiento no pasa de ser una estúpida doctrina, una ficción moral de la identidad. Leemos en Imre Kertész una frase esencial, una frase reescrita a partir de la escritura de Rimbaud: “Yo: una ficción de la que a lo sumo somos coautores”. 

La frase de Rimbaud tiene su historia, como la tiene cada voz que se repite sin cesar y perfora la rigidez del tiempo. Entonces: un día de mayo de 1871 Rimbaud escribe una carta desde Charleville a George Izambard, su antiguo profesor, una carta hiriente para confirmar que el discípulo se apartaría sin remedio del maestro, que le soltaría su mano, que ya no deseaba escucharle ni seguirle, ni mucho menos obedecerlo. 

El tono de la carta no es apenas quejoso, herrumbroso, hay algo más, hay una voz sola, sola y en rebelión que transforma la herida en ironía, la huella en lodazal, la herencia en abandono, el pasaje de una palabra-alarido a una palabra-blasfemia. 

Rimbaud siente que está en el buen camino, pero en un camino completamente distinto al de su maestro: en vez de formar fila en la buena sociedad, en vez de deberse a la sociedad, el joven poeta comienza a desarraigarse de todo sendero, de toda hilera, de toda compasión. 

Por entonces Rimbaud se sostiene en el cinismo, inventando estupideces a cambio de unas pocas copas de vino, y su voz áspera, su voz embebida, no le deja margen para otra cosa más que la acidez de la verdad: acusa a su maestro de entronarse, de acodarse en el pesebre universitario –donde se sentirá satisfecho por no hacer nada de nada- y vomita su furia obre la poesía subjetiva, la poesía sosa, la poesía del yo entendida como el rey de todos los reinos, como absoluta déspota y monarca de la palabra. 

Allí mismo, en ese mes, en ese año, en ese sitio en el que escribe, mientras se confiesa en una permanente huelga, se están muriendo centenares de trabajadores. Y Rimbaud escribe. 

Escribe que para ser poeta deberá uno esforzarse por convertirse en vidente; escribe que su única intención es llegar a lo desconocido aunque nadie lo comprenda y aunque él no pueda jamás explicarlo; escribe que para tocar lo desconocido es necesario el desarreglo de los sentidos. 

Sí, la soledad como el desarreglo de los sentidos.

Ya no se trata de mirar: hay que romper la fisonomía del espacio; no es cuestión de escuchar: hay que disputarle el sentido al sonido; ni siquiera es cuestión de tocar, de acariciar o rozar: hay que pulverizarse las manos. 

Sólo y a solas en el desarreglo, Rimbaud escribe aquellas frases que aún nos piensan y pensamos, que aún nos hacen zozobrar y nos quitan el poco suelo; unas de esas frases que agujerean el tiempo de la vida, del mundo, de la lectura y de la escritura, y que se resisten al paso del tiempo. 

Una: que es mentira cuando decimos yo pienso, y que en cambio deberíamos decir: alguien me piensa.

Dos: que el yo es otro diferente, nunca igual a su pensamiento, nunca igual a sí mismo, imposible como yo. 

La soledad: un yo perdido entre las ruinas y los cielos de su posible e imposible diferencia. La soledad: alguien, algo nos piensa.

Como en la escritura de Roberto Juarroz -esa poesía vertical, que cae sin más hacia el final, donde ya no hay palabras sino un abismo incontrolable de silencio que parece disecar la piel hasta convertirla en una pregunta invertida hacia uno mismo-; una escritura de la existencia cuestionada, interrogada, sola: la soledad que piensa que nadie en el universo piensa en uno: “Nadie en el universo piensa en mí”. 

Sólo uno se piensa. Y si ahora ese uno muriese uno nadie en el mundo lo pensaría. Porque pensarse a uno mismo no basta, no es suficiente. Tal vez si se pensara en otro hombre, en cualquiera, quizá, uno y otro, o ambos, el que piensa y el que es pensado, podrían salvarse. 

¿Salvarse de qué, de quién?

Salvarse no ya de la soledad, sino de no ser nunca pensados. 

( * ) Carlos Skliar (Buenos Aires, 1960). Investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y del Consejo Nacional de Investigaciones de Argentina, ha escrito libros de ensayos, poemas y micro-relatos. Entre sus últimas obras se encuentran: “Voz apenas” (Buenos Airse, Ediciones del Dock, 2011), “No tienen prisa las palabras” (Barcelona, Candaya, 2012) y “Hablar con desconocidos” (Barcelona, Candaya, 2014).

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