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Entrevista, Dasso Saldívar

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“La nostalgia es una gran fuente de creación literaria”: D. Saldívar


Por: Carlos Restrepo/ Tomado de El Tiempo

El autor de la primera biografía de García Márquez incursiona en la novela con Los soles de Amalfi.




Cuando se preparaba para iniciar su trasegar como novelista, al escritor antioqueño Dasso Saldívar se le atravesó uno de los proyectos más ambiciosos de su vida: escribir la primera biografía de Gabriel García Márquez mucho antes que lo hiciera el inglés Gerald Martin, que se titula El viaje a la semilla y de la que Gabo, luego de devorársela durante tres días, dijo: “Si la hubiera leído antes, no habría escrito mis memorias”.

Por eso, la primera novela de Saldívar, Los soles de Amalfi, que acaba de llegar a las librerías del país, publicada bajo el prestigioso sello español Navona, tardó treinta años en ver la luz.

Como lo anota el propio autor, esta novela, que nació inicialmente como un libro de cuentos, es la sumatoria de diversas “historias y personajes que se fueron imbricando y condensando en unas cuantas imágenes y escenas fundamentales. La más definida e insistente fue la de Anatolia sentada en el corredor de su casa, tomándose un tazón de café, a la espera de la salida del sol sobre la cordillera de Amalfi. Luego convergió otro episodio: el del delegado del ministerio de agricultura, que llega a su casa a pegar un cartel en el que se anuncia la inminente reforma agraria puesta en marcha por gobierno”.

Si bien el relato transcurre en la época del Frente Nacional (1958-1974), realmente se trata de un hermoso ejercicio literario en torno a la melancolía, como anota el escritor Héctor Abad Faciolince, uno de sus primeros lectores antes de ser publicada.

“Un muchacho vecino de Amalfi –no en la costa italiana, sino en las montañas de Antioquia– tira del hilito de la memoria y así mismo va descosiendo el velo de la vida. Quien fuera el primer biógrafo de García Márquez intenta curar aquí, con su primera novela, lo más incurable para un expatriado: la nostalgia de algo que ya no existe”, dice Faciolince.

Así parece corroborarlo Anatolia, la entrañable protagonista de la novela, una anciana campesina colombiana, cuya sabiduría y sentido común son capaces de robarse el cariño del lector en cada diálogo que sostiene con su pequeño nieto, Talo. En especial, cuando le explica qué es la melancolía:

“La melancolía, mijito, es la flor del guayacán que seguimos viendo y ya no está; son esos cafetales florecidos de mayo que seguimos gozando en cualquier momento y a cualquier edad; es ese rostro querido que seguimos acariciando, aunque hace años se nos fue; es esa voz que nos sigue arrullando y que hace tiempo se apagó; la melancolía, mijito, es lo que nos queda después de la juventud, todo lo que nos queda después del amor y después de la felicidad; y es por ella por lo que seguimos sintiendo que fuimos jóvenes y que fuimos amados y que fuimos dichosos alguna vez”.



- ¿Qué lo llevó a ubicar la trama en la época del Frente Nacional?

- Porque mi infancia, con todos los sueños, los temores, las esperanzas y los miedos de la niñez, transcurrió en esa década sangrienta que siguió al ‘Bogotazo’, el 9 de abril. Pero también hay referencias constantes a las guerras de finales del siglo XIX y comienzos del XX, y a la Atenas de la Sabana, de la cual se tienen noticias gracias a las luchas fratricidas entre los azules y los colorados; a las mujeres del gobierno, a los poetas arcádicos y a los heraldos de la república; es la anacrónica Bogotá decimonónica. Aquí, pues, le tuerzo el cuello a la cronología histórica, no solo buscando llegar a las referencias históricas, políticas, culturales que explican esa tremenda y deletérea realidad de la década de los cincuenta, sino buscando también, entre otras cosas, mayores efectos literarios y poéticos.

- ¿Se ha sentido influido por la poderosa sombra de Gabo?

- Yo no diría su “poderosa sombra”, sino su poderosa luz. Claro que me siento influido o iluminado por García Márquez. Esquivar su influencia hubiera sido un gran desperdicio y hasta una ingratitud literaria. Lo que pasa es que sus influencias más importantes son las menos visibles. No se puede escribir en forma medianamente aceptable sin buenas influencias. Borges fue explícito cuando dijo que si uno desea ser un buen escritor tiene que ser mil veces un buen lector. ¿Qué hubiera sido de García Márquez sin Sófocles, Defoe, Kafka, Faulkner, Borges, Rulfo, entre otros? La clave de su enorme obra está no solo en su infancia prodigiosa; está, sobre todo, en que él supo encontrar y explorar a fondo las obras de sus grandes maestros.

- En ese sentido, ¿qué otros autores lo han influido?

- También me siento influido o iluminado, cómo no, por otros escritores: el mismo Borges, Rulfo, Rubén Darío, César Vallejo, Margarite Yourcenar, Isak Dinesen, José Asunción Silva, Aurelio Arturo, Homero, Hesíodo, Luciano de Samosata, Machado de Assis, los anónimos autores de La epopeya de Gilgamesh, entre otros. El problema no son las influencias; el problema es qué hacer con ellas, cómo incorporarlas a tu mirada y a tu estilo personales. La originalidad de un escritor pasa, pues, inevitablemente por sus influencias.

- Hay dos pilares en la estructura de la novela: la imagen del cartel de la reforma agraria y el sol. ¿Qué representa el cartel?

- También están el viento y las ánimas en pena, que encuentran en aquel su propio Hades. De modo que el sol, el viento, las ánimas en pena y el colorido cartel de la reforma agraria van articulando la novela en su interrelación con dos personajes principales: Anatolia, la anciana que cuida el pozo de Guanteros, y su nieto, Talo, de 8 años. Sí, el cartel puede verse como esa metáfora de figuras y colores (“el alba verde”) que refleja la demagogia y las promesas incumplidas del gobierno de la Atenas de la Sabana. Pero para Anatolia llega a ser mucho más que eso: se convierte al final en el paraíso de sus sueños, en el verdadero país del sol donde, independientemente de lo que pueda traerle la reforma agraria, ella quisiera vivir el resto de sus años, y donde, en efecto, termina exiliándose del país de las ánimas que han creado las luchas fratricidas entre azules y colorado a lo largo de más de cien años.





- ¿Qué simboliza la referencia al sol desde el mismo título?

- Para cada lector puede representar diversas cosas. Pero primero está lo evidente: la esfera incandescente que nos permite vivir con su luz y su calor, y la poderosa máquina natural que teje los minutos, las horas y los días, gracias a los cuales existimos en el tiempo. También es la fuente de la luz que derrota cada día, cuando se levanta a las seis de la mañana sobre la cordillera de Amalfi, las tinieblas del mal, de la violencia y de la muerte, de la injusticia y de la soledad.

- Además de estas dos imágenes, irrumpe con fuerza la nostalgia…

- La nostalgia es la mayor o una de las mayores fuentes de la creación literaria, pues nos viene a confirmar que todo lo que hicimos y vivimos va a estar en brazos de la muerte, como anotó Séneca. “Soy lo que fui: tiempo acumulado”, dice el verso memorable de Mastronardi. Pero lo que más me interesó en la novela fue la exploración de la melancolía, que es como la pátina que el tiempo nos va dejando en el alma, al modo esencial como la trataron Keats y Baudelaire y como la definió Víctor Hugo, quien dijo que la melancolía es la felicidad de estar triste.

- ¿Cree que este es a la vez un homenaje a la sabiduría del campo?

- Lo que sé es que todo se fue construyendo desde esa sabiduría natural que los campesinos van tejiendo en su larga, sufrida y también gozosa relación con la tierra y la naturaleza en general. Tuve la suerte de atesorar parte de ella hasta los 15 años y de conocerla vivencialmente hasta antes de aprender a leer y a escribir, a eso de los 10 años.

- ¿Es Talo una especie de álter ego suyo?

- Sí, Talo es uno de mis mayores álter ego en la novela, pero todos los personajes lo son, especialmente Anatolia.

- ¿En quién se inspira Anatolia?

- Su nombre y su aspecto físico están tomados de un modelo real: Anatolia era una señora que vivía junto al pozo de Guanteros, y que mis hermanos y yo veíamos todos los días cuando íbamos a la escuela. No supe mucho más de ella, pero su imagen fue una de las que más me trabajaron la memoria. Ahora, cuando la Anatolia de la novela hablaba, yo escuchaba la voz de mi abuela María de los Ángeles, la ‘Mamita’. También está inspirada en otras mujeres mayores de la región que conocí en la infancia y, sobre todo, en mí mismo. De modo que, conservando las distancias, puedo decir como Flaubert: Anatolia soy yo. Por cierto, Anatolia viene del griego anatolé, que quiere decir “salida del sol”.

- ¿Alcanzó a conversar algo de esta novela con Gabo?

- No, solo hablamos de El viaje a la semilla, de la impresión que le había causado su lectura y de su novela, ya póstuma, En agosto nos vemos.

- La novela aborda una época muy particular de nuestra historia de violencia. ¿Qué lectura tiene de lo que está viviendo el país hoy?

- Que el drama multifactorial que padece Colombia se deriva esencialmente de lo mal que lo hicieron los dueños de los dos partidos tradicionales, cuando acordaron el pomposamente llamado Frente Nacional, pues si, en vez de hacer un pacto para crear una endogamia política, económica e intelectual al servicio de las clases de los dos partidos tradicionales, lo hubieran hecho para sentar las bases de una simple democracia burguesa, con separación de poderes y la participación legal y efectiva de los partidos y movimientos de oposición, Colombia se hubiera ahorrado probablemente otros trescientos mil muertos en cincuenta años de guerrillas y narcoguerrillas, de militarismo y paramilitarismo, y de un narcotráfico y una delincuencia social galopantes, que crecen como las cabezas de la Hidra de Lerna, y cuyo Hércules no se avizora en el horizonte, aunque podría estarse gestando en lo que William Ospina llama “la franja amarilla”.

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