Por: Teresa Iturriaga O.
Tú, papel, eres hijo del árbol, organismo viviente que disfrazas tu letargo, pero conservas el linaje del reino vegetal. Tus células moran en la apariencia de un blanco invierno, como una mujer durmiente esperas un beso, con la esperanza del despertar. Te toco y al instante entro en la materia que cubre la tierra, de ti emana un aroma ancestral que me eriza la piel. Cierro los ojos y me dejo llevar por tus códigos telúricos, buceo entre los poros, desde las hojas hasta las raíces. Mi parte vegetal abre sus antenas. Siento la nieve, el rocío y la lluvia, los brotes de savia, el estío. Brisas y tempestades se dan cita en las cosechas que nacieron con tu sombra.
Es extraño y misterioso este palpitar, pero siento que la vida aún huele a bosque cuando palpo tu superficie al pasar las páginas de un libro. Puedes transportarme a través del tiempo a pesar de tu apariencia maltratada y ajada, me anclas en la presencia de otro ser... Alguien que un día abrió su alma para dejar allí su tinta, su sangre e, incluso, su sabor a lágrimas.
Una crónica, una receta, un legado, un plan de combate, un registro, una carta de amor, la lista de la compra. Papel. Todo en ti permanece inscrito en las manos y en el rostro de la memoria. Es mágica tu supervivencia, recreas esa vida del instante que dejó sellado el quehacer humano más simple y lo conviertes en leyenda.
Nota a nota, me miro los días en ti, papel, que eres el espejo de las arrugas del tiempo.
