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Alegría del descubrimiento

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Por: Reinaldo Spitaletta

Tenía la decisión irreversible de buscar los colores de la alegría. Mientras caminaba pensó que esa podría ser una tarea inútil, más propia de un vago que de alguien como él, ejecutivo empresarial, cansado del ambiente gris de oficinas, de un mundo cuadriculado de computadores y adulaciones de sus subordinados. Quería darse, pese a todo, una tregua, no montar un día en auto y buscar por la ciudad lo que él creía le aplacaría las tensiones y lo sacaría por un momento de su rutina sin paisajes.

La alegría no tiene los colores del payaso, se dijo, cuando pasó enfrente de un almacén en el que un tipo de nariz roja, mejillas blancas y un tricolor gorro de arlequín, anunciaba a gritos una oferta de electrodomésticos. “Cómo me gustaría vestirme de payaso”, pensó, pero desechó rápido su deseo cuando sintió el aroma quemante de las papas fritas. Nunca había probado papas callejeras ni se había detenido a observar el carrito, el aceite hirviente, las rebanadas móviles en la caldera. Le pareció que las tajadas cantaban. El vendedor, de delantal azul, gozaba con el pelapapas, con el sonido que emitían al contacto con la freidora. Compró una bolsita y siguió caminando.

Dos cuadras después, ya deglutido el paquete, se paró en una esquina, desde donde podía ver la iglesia blanca de La Candelaria, las palomas del parque Berrío, los vendedores de lotería y los apresurados transeúntes rumbo a la estación del metro. Había un hormigueo de gentes, ruido de automotores, olor a hollín. La ciudad viva. Activa. Y él ahí, viendo lo nunca visto, boquiabierto, azarado tal vez por el movimiento de cabezas, los pasos precipitados, las mujeres de falda corta… Era un espectáculo inédito. Él, tan de cafés finos y clubes de sociedad, ahora miraba su ciudad con otros ojos y la encontraba interesante, eso pensó.

Se dirigió al norte, atravesó el pasadizo de los frescos de Pedro Nel Gómez y de pronto se encontró bajo las palmeras de la plazuela Nutibara. Los colores de la alegría los llevaba él, por dentro, y se los despertaban las imágenes que una tras otra se iba tragando: el Palacio de la Cultura, de arquitectura nada apta para el trópico, al cual jamás había entrado; una esquina atiborrada de buses y taxis; luego una galería urbana, con esculturas, con fotógrafos que lo invitaban a tomarse una instantánea. Al fondo, el Museo. Había un corrillo. Qué cosa. Si él no era hombre del Centro, si no sabía a qué olía la gente de estos lados, si no había visto jamás una carretilla multicolor llena de frutas, si ni siquiera había montado en metro, y ahora estaba seducido por ese paisaje de miscelánea, hechizado por un tumulto, al cual se metió, primero con timidez, luego con mayor ahínco, incluso alzando los codos.

Se halló de súbito en primera fila. La figura de un hombre que hacía piruetas con teas ardientes, que después realizaba malabares con pelotitas de colores, más tarde se revolcaba en vidrios rotos, sin herirse, y al fin pasaba con un sombrero negro pidiendo el aporte voluntario, lo dejó sin aliento. Depositó un billete de diez mil pesos. El artista de la calle, desorbitados los ojos, le dio unas gracias llenas de sonrisas. Tenía los dientes brillantes.

Más tarde, se sentó en una de las bancas de la plazoleta. Las últimas luces de la tarde iluminaron su rostro. Reía por dentro. La alegría estaba en él. Oía en su interior un grito ancestral de “¡tierra, tierra!”. Estaba descubriendo su ciudad.

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