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Nadie sabe para quién escribe

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Por: Alberto Montoya G./ Tomado de Literariedad. Acaso habrá alguien que sepa para quién escribe. Las palabras, puestas en un papel, nos dejan de pertenecer. Uno no es dueño ni de su propia misantropía. Aglutinar papeles en un cajón de escritorio es, a la larga, dejar un testamento de vergüenzas. Uno debería quemar todo cuanto escribiera si no le satisficiese. Si se dejara algo para después, que fuera, aunque muy poco, una obra digna de caer en unas manos cualesquiera. Todo ha sido para mí engorroso y decepcionante desde la muerte de Diógenes. Me costó mucho convencer a la dueña de la pequeña habitación que él alquilaba para que me dejara entrar. El funeral había sucedido días antes y, como mi viaje tardó tanto desde mi residencia, no pude asistir. De lo contrario hasta la vieja hubiera confiado en mí si me hubiera presentado en su casa con mis intenciones, ahora que lo pienso mejor, de ladrón.

Era una habitación modesta en cuya ausencia yacía apenas una cama y un nochero. Sobre la cama, como esperaba yo, custodiada por hojas rayadas y una y otra vez enmendadas, tal como la había dejado caer de su regazo mi pobre amigo cuando lo apuñaló la cirrosis, estaba la vieja Olivetti. Cómo olvidarla. Al parecer, según él contaba en la época anterior a su viaje a Jericó, trabajó muy duro para comprarla. Al salir de la escuela iba a coger café con su abuelo hasta que una tarde escuchó de éste, bajo un viejo árbol, mientras la lluvia les golpeaba los plásticos que los cubría, el sábado, mijo, le va a alcanzar para que se compre esa máquina de una vez. Me encantaba, aún ignoro por qué, que me contara este recuerdo. Cuando hablaba, todo pertenecía al pasado, como si no hubiera vivido más que su niñez.

Para mi sorpresa no había libros en la habitación. En la parte más amplia del nochero había un pantalón de un centavo y dos camisas mal dobladas. En el cajón había unas cuantas carpetas. La mayoría contenía su correspondencia, algunas postales y una que otra fotografía de la finca, sus tíos ensillando un caballo, la abuela con un ramo de hortensias mirando tímidamente al fotógrafo inexperto, el perro amarillo y flacuchento durmiendo en el patio de tierra. En las demás residía lo que me ocupaba: los manuscritos de su obra inédita. Las guardé en mi maletín y salí de la casa evitando despedirme de su propietaria.

Aparte de un amasijo de poemas guardados al descuido encontré un cúmulo de cuentos interrumpidos. Mil y una versiones de un mismo asesinato. Conversaciones, al parecer, con un gremio de lustrabotas, que quiso titular Piezas teatrales. Y lo único que me interesó así no valga la pena y que quiero llevar a la luz y que me incita a escribir estas palabras: Leprocomio, una novela terminada con escasa anterioridad a la muerte de su autor y que me hace corroborar lo que siempre sospeché: Diógenes nunca dejó de escribir. Bueno, no como él mismo. Sé de su anecdotario publicado en sus años mozos en una antología de autores de su pueblo, y de sus infrecuentes y deformes críticas de teatro publicadas en los diarios pereiranos. Pero imaginaba encontrar un mejor legado póstumo; a decir verdad, no esperaba encontrar nada.

Ahora me atañe una empresa aburrida y de antemano perdida. He descuidado mi trabajo por releer continuamente la novela de un hombre a quien nada ya puede importarle. He amanecido con la cara metida entre un fracaso que no sé por qué siento tan mío, tan dentro de mis huesos, tan apretado en mis zapatos. ¿Yo, que no persigo nada, que no llevo a cabo ningún proyecto, que mis preocupaciones se limitan a respirar y caminar –y tomar uno que otro café al día, por supuesto– podré fracasar?

Desde que tengo Leprocomio conmigo no he vuelto a ver la literatura de la misma manera –no sé cuál es el papel que juego en la edición de sus necias palabras–. Si antes todo me parecía anodino apenas lo leía, ahora tengo una razón de peso para desconfiar de su importancia… Además, paradoja de mi vida, escogí la literatura: una profesión que amo y aborrezco profundamente.

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