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Recuerdo de Salvador Benesdra

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Por: José Luis Díaz-Gracados.

El 2 de enero de 1996, el narrador argentino Salvador Benesdra se suicidó arrojándose del balcón de su apartamento del piso 10 en su ciudad natal. Benesdra, quien solo dejó dos libros, legendarios y controvertidos ---El traductor, novela de 600 páginas, que había sido finalista del Premio Planeta en 1995, y El camino total, un insólito libro de autoayuda “para gentes en tiempos de crisis” ---, se ha convertido a casi dos décadas de su muerte en un escritor de culto y su novela estelar ha sido comparada con Adán Buenosayres de Marcehal y Rayuela de Cortázar.

Benesdra, nacido en Buenos Aires en 1952 fue un lector precoz que antes de los diez años dominaba seis idiomas, incluido el japonés, y leía con la misma pasión textos filosóficos de Budismo Zen, Junger y Wittgenstein y escritos revolucionarios de Marx, Engels, Lenin, Trotsky y Mao Zedong. Hizo estudios de psicología en la Universidad de Buenos Aires y vivió Europa durante las dictaduras militares argentinas en los años 70 y 80.

El traductor, cuyo manuscrito fue rechazado por una docena de editoriales, apareció póstumamente en Ediciones de la Flor y más tarde fue reeditada por su entrañable amigo Elvio Gandolfo, quien escribió un prólogo revelador y entusiasta sobre el autor y su obra. Esta novela, obesa e inclasificable, está escrita en el entorno de la caída del Muro de Berlín y recrea la trayectoria vital de Ricardi Zevi, un traductor que trabaja en una editorial marxista en los años finales de la década del 80. Al mismo tiempo relata la historia de amor del protagonista con una dama cristiana evangélica que le es infiel, por lo cual el traductor la obliga a prostituirse. Y de manera simultánea inventa un sistema filosófico que ha de llevarlo a disciplinas espirituales hacia dimensiones superiores.

La novela, según cada lector específico, puede resultar la interminable y tediosa alucinación de un enfermo mental como también la evidencia de una literatura de altas dimensiones estéticas y humanas. En la vida real, Benesdra estuvo recluido en el Hospital Saint Anne de París a finales de los 70 por problemas psicóticos y allí lideró un amotinamiento en solicitud de una mejor calidad en los hábitos elementales de vida. Cinco años después regresó a su patria y allí se dedicó al periodismo en diarios y revistas de izquierda y a actividades sindicales, aunque la verdad, su mayor obsesión fue la de escribir ese maravilloso y extraño mamotreto narrativo que le dio el pasaporte a la inmortalidad literaria.

* * *

Conocí a Salvador Benesdra y compartí día a día con él durante un largo mes ---abril de 1989---, en la República Democrática Alemana, seis meses antes de la caída del Muro de Berlín. Dirigentes políticos y sindicales, artistas, periodistas, escritores y activistas de izquierda de América Latina, fuimos invitados por el gobierno de Erich Honecker a un evento de amistad entre la RDA y nuestro continente.

Recuerdo de manera especial a ese argentino blanco y delgado de bigote negro y espeso bajo la mirada fulminante, compañero de todas las horas y de todos los recorridos; sus indagaciones punzantes, críticas y en ocasiones irónicas, a cada uno de los representantes del gobierno al final de cada charla o conferencia sobre los diferentes temas que nos presentaban. En varias ocasiones planteó la posibilidad de radicarse unos meses en la RDA, sin respuesta precisa. Recuerdo cómo se burlaba de mi disciplinado comportamiento en cada acto, tanto en Weimar, la ciudad de Goethe y Schiller donde nos hospedamos la mayor parte de la estancia, como en Berlín Oriental, Potsdam, Gera, Sitzendorf, Erfurt, Mühlhausen, Jena, Leipzig, Mellingen y otros históricos poblados de la legendaria Alemania.

En Berlín, una noche salí del Hotel “Under den Linden” a tomar un poco de aire, cuando oí la voz de Salvador que me llamaba por mi nombre. Llegaba de ver la representación de Don Giovanni de Mozart, acompañado por el escritor uruguayo Juan Carlos Mondragón y el musicólogo brasilero Ennio Scheff, y quería tomarse un trago de korn, una especie de vodka de trigo alemán. Nos lanzamos a caminar por la “Frederichstrabe”, pasamos por en Berliner Ensembler, el célebre teatro de Brecht, y terminamos en el “Berie Berliner”, departiendo con un montón de parejas jóvenes que fumaban y bebían cerveza sin parar. No me olvido como reía a carcajadas, al igual que sus compañeros, con mis chistes y anécdotas de personajes colombianos. En todo momento brindábamos por la alegría de vivir y por la paz en Colombia.

Benesdra se concentraba sobremanera en las exposiciones y documentales que nos proyectaban en cada evento, para después hacer preguntas audaces y polémicas. Pero en general, expresaba su horror ante las barbaridades cometidas por el nazismo. Contemplaba atónito las escenas de la película Desnudos como lobos, basada en la novela del escritor comunista Bruno Arpizt sobre las atrocidades de la Gestapo, pero nunca lo vi tan sobrecogido como cuando nos llevaron al antiguo campo de concentración de Buchenwald. La visión de los hornos crematorios, los testimonios de las más aberrantes torturas a los seres humanos, los campanazos de ultratumba que obligaban a guardar un fúnebre silencio y la orgía de crueldad y muerte que se respiraba en aquel ambiente, dejó mudo y paralizado de terror a este delgado y frágil compañero argentino que por aquel tiempo debía tener 36 años de vida.

Benesdra tenía un temperamento fluctuante. Yo le tenía cierto temor por sus reacciones sorpresivas. De pronto se quedaba mirándome y se burlaba de algún gesto o comentario mío. Otras veces me criticaba con dureza alguna opinión política. Un día le pedí que me tomara una foto junto a una placa que decía “Pablo Neruda Strabe” y me regañó: “No te pongas tan trascendental”. Entonces me reí y le agradecí la lección. Esa noche, después de la cena, yo escuchaba con mucha atención a un dirigente polaco de filiación cristiana y noté que desde la mesa de enfrente, solitario, Benesdra no dejaba de observarme. Como vio que yo escuchaba con devota atención al dirigente, no pudo contenerse y se pasó a nuestra mesa donde comenzó a hacerle toda clase de preguntas sobre las relaciones del cristianismo y el comunismo. Recuerdo la frase lapidaria del polaco: “Si dos hombres no saben convivir, no valen ni el comunismo ni el cristianismo, ni nada”.

La amistad intensa y controversial que sellamos en esa primavera alemana de 1989 Salvador Benesdra y yo, desapareció una vez nos despedimos a fines de abril cuando ya comenzaban a ondear en Berlín Oriental las banderas de los trabajadores para conmemorar su día emblemático. Nunca más tuve noticias de ese ser excepcional y querible que pasaba fácilmente de la risa torrencial al silencio y a la melancolía reflexiva, hasta esta mañana decembrina de 2014 cuando por casualidad consulté una página de literatura argentina y encontré con jubiloso asombro que, luego de su trágica muerte de la cual yo no sabía, se había convertido en un escritor de culto, con sobrados merecimientos, lo sé, y desde ahora con el más afectuoso recuerdo por parte de este compañero de viaje que nunca lo olvidó.

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