Amílcar Bernal C.
Mal podría hablar de la poesía con la autoridad de los profesores de literatura o los reseñadores de libros, pues ése no es mi oficio. Sólo soy un lector que va tras el asombro y la belleza, que a mi modo de ver son obligaciones esenciales del arte. Quizás fue Octavio Paz, ese poeta que como ser humano nunca me gustó por su tendencia de derechas, quien escribió, y en eso acertó, que un poema es un objeto de papel mientras la poesía es un estado inefable del alma que puede aparecer, o no, después de leer un poema. Lo que a continuación escribiré tratará de demostrar esa polivalencia.
Un domingo, cuando mi hija tenía unos nueve años, estábamos en el parque y un señor que vendía helados se nos acercó a ofrecernos su dulzura. Dijo unas cosas tan bellas que cuando se fue mi hija me propuso que le comprábamos todo el carro de los helados a ese señor tan bonito para que resolviera su tristeza. Yo sentí en ese instante el eterno aletear de la poesía. Un amigo mío, que no terminó en nada por dedicarse al nadaísmo, una vez me recomendó leer el poema “Los limones” de don Eugenio Montale, y allí también estaba ella; lea usted ese poema y luego hablamos, paciente lectora. Yo nunca conoceré Grecia pues soy pensionado y viejo: la muerte me roba tiempo (aunque si bien es cierto, me lo da todo) y el gobierno dinero; pero ya estuve allí después de leer ese bello poema que es la novela El coloso de Marusi de Henry Miller. Y también tras leer el poema “La calle Pandrossou de Jaime Gil de Biedma, que dice:
Bienamadas imágenes de Atenas.
En el barrio de Plaka,
junto a Monastiraki,
una calle vulgar con muchas tiendas.
Si alguno que me quiere
alguna vez va a Grecia
y pasa por allí, sobre todo en verano,
que me encomiende a ella.
Era un lunes de agosto
después de un año atroz, recién llegado.
Me acuerdo que de pronto amé la vida,
porque la calle olía
a cocina y a cuero de zapatos.
