La mujer del dramaturgo

Se pasa el día modelándome, pensando en mí, es probable que yo sea la perdición de su talento. Que soy su muerte como artista, me susurran al oído unas voces extrañas. Ejerzo en él una influencia estrictamente personal; por consiguiente, él pierde su esencia. Oh, es curioso, creo que a mi lado un hombre como él se afemina. Es un hombre demasiado bueno. ¿Cómo? Pero ¿en qué estaré pensando? Los artistas no deberían ser esposos; se humanizan en exceso; deberían seguir siendo monstruos, pues necesitan ser grandes, los infelices. Tener la necesidad de ser grande es una desgracia. Pero ¿tan grave es que se acabe su buena estrella? Qué raro. Es mi esposo, y para mí eso es lo primero. Si es feliz gracias a mí –y lo es-, que sea desdichado también gracias a mí –y parece que lo es-. Con qué crueldad lo digo. Qué horror. Después de todo, ¿es preciso querer alcanzar la grandeza? Un marido es muy, pero que muy irrespetuoso si eso es lo que pretende, y es por esa falta de respeto hacia mí, que soy su esposa, por lo que debe ser castigado. Ah, castigado. Soy tremenda. Mira: debería atreverse de una vez a huir de mí. No impunemente se convierte uno en un esclavo en una hora deliciosa, no impunemente se deleitan los que nacieron monstruos con los encantos de lo eternamente humano. Éste es el punto en el que él tiembla. Pero soy una mujer terrible; yo, mujer, o mujer sumisa y obediente, soy una tipeja absolutamente terrible. Por lo menos está bien que lo sepa. Le saldrá caro quererme; es decir: ¿para eso, para que él se sienta feliz como ser humano, debe quebrarse la grandeza de esta alma? Quita, puede que ni lo sea. En cualquier caso, una grandeza a la que no puedo contribuir en nada me importa un comino. Que se las arregle él solito. Ya viene. Pst. Ni pensarlo. Voy a hacer como si durmiera. Seguro que ahora se inclina sobre mí y me besa en los párpados. Y creerá así que es feliz. León Gil.