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La verdadera muerte del Quijote

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Por: Germán Borda para Libros y Letras.

Leí tres veces el Quijote; una en el colegio, luego en la universidad, materia obligatoria en humanidades. Más tarde, y mucho más impactante, en Viena. Vivíamos un verano demoníaco, un calor importado desde África, había convertido a la urbe del Danubio en un infierno tropical. Para los estudiantes, como siempre pobres, el martirio climático lo acrecentaba la ausencia de baños en las residencias. Los balnearios públicos atestados y caros para los bolsillos lúgubres de los aprendices.

Yo había hecho un esfuerzo gigantesco para aprender alemán, y en ese momento me di cuenta que en la urbe se hablaban tres dialectos. Luego los aprendí, pero Austria, sus habitantes y sus características, eran un jeroglífico, me movía como dentro de un calidoscopio incongruente.

Recorría la ciudad, en medio del sofoque girardoteño, y de repente, ante mis ojos un letrero: “Libros en español, favor timbrar”. Apareció un ser gordo, ojiazul desteñido, con unos anteojos remendados con esparadrapo. La camisa se abría para mostrar un vientre voluminoso y unos vellos canosos.

- Deseo comprar el Quijote- dijé en alemán.
- Me gusta más Sancho -contestó en un español macarrónico- lo tenemos, es barato, hace 10 años permanece en el sótano.

Mientras ingresaba a un cuarto lleno de polvo y libros viejos, igual al que estaba, imaginé que había aprendido español en la guerra civil. Era, supuse, un miembro sobreviviente de la famosa “legión Cóndor”. Batallón, regalo entre fascistas, del “Fuhrer” a Franco, para acabar con los republicanos y dar material a Picasso con su Guernica.

- Tome, se lo regalo, me hace un favor de terminar con “viejestorios”. Venga cuando quiera, me gusta hablar, cualquier cosa, inclusive español. 
De nuevo soltó una risotada que lo convulsionó e hizo trepidar el piso del establecimiento. Al día siguiente, me acomodé bajo unos arbustos, y árboles de un parque modesto, vecino a mi residencia. Comencé la lectura, entre gotas exuberantes de sudor. Me reí, como en el primer momento de contacto con el Quijote y Sancho. Es, sin duda, una de las lecturas más divertidas y en cierto modo más absurdas que existen. Los monólogos, obras maestras, vaya un ejemplo; “la razón, de la sinrazón, que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que no sin razón me quejo, de la sin razón, que a mi razón se hace”. O cuando dice que Rocinante es la pieza que mejor pan come en el mundo.

Avancé en la lectura, lleno de orgullo de la lengua e hispanidad, en comparación con ese mundo abstruso y distante de Viena. Universo que por desgracia no comprendía. Hoy pondría diapasón a los binóculos. 

Un momento que me resultó, en verdad, impactante, es cuando regresa “El Quijote” derrotado. Ya se da cuenta, pues está recobrando la razón, que jamás ha sido o será caballero andante. Desea -otra decisión absurda- convertirse en pastor. Es un autoengaño, sabe que tampoco logrará conducir ovejas.

El personaje sale de las letras para convertirse en ser universal, y el término “quijotismo” se usa a granel. Seres que realizan acciones sin esperar retribución alguna, salvar viudas, ayudar huérfanos, escuchar, compenetrarse con el dolor. Iba a decir escribir música, pero me pareció poco elegante llevar la cuerda a casa del ahorcado.

Se convierte en sinónimo de la caballerosidad, y hoy me he preguntado, con sinceridad, ¿qué ha pasado con los descendientes del Quijote? ¿Cabalga aún en su rocinante? ¿Existe aún su legado? Y me respondió con cierta añoranza, creo que en verdad el “caballero de la triste figura” y su ejemplo, han desaparecido. Hoy todo está determinado por un taxímetro interior, no existe acto gratuito. Vivimos en un mundo utilitario, de constante trueque, donde no se hace casi nada sin esperar retribución.

La mayoría de los seres humanos al hablarles de “caballeros” su actuar y alma, levantarían los hombros y preguntarían ¿Qué es eso? 

Sí, sin duda ha muerto “Don Quijote o Quesada”, no ha seguido los consejos de su fiel compañero Sancho -él muy vivo en el mundo entero- cuando le aconseja:

- Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
- ¡Ay! -respondió Sancho, llorando-: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.

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