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Romanza por las librerías de segunda

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¿Por qué sobreviven en nuestras ciudades a pesar de la presión de la era digital?

Por: José Luis Garcés G./ Tomado de El Espectador/ Bogotá.

Las librerías callejeras, o de segunda, o de tercera, o, como se dice últimamente, de “libros leídos”, ejercen en algunos bibliófilos una atracción especial. Se habla de librerías que contienen libros, entendiendo que, de acuerdo con el criterio de la Unesco, libro es el volumen que posee más de 49 páginas; el que tiene entre 48 y 5 páginas se llama folleto; y el que menos se denomina hojas sueltas. Algunas de estas librerías de segunda están ordenadas, otras parece que les hubiera caído un bombardeo de palabras. Ubicadas en destartalados kioscos o distribuidas sobre lonas, papeles o cajas o mesas, o en caserones antiguos penetrados por trajinadas escaleras de madera, poseen una cuota tangible de misterio. No sé por qué, pero me atraen las que puedan tener su vampiro extendido en el techo o su fantasma adherido a la puerta del patio.

En la década del 70, del siglo XX, recuerdo que algunos de sus dueños eran viejos amantes de los libros que combinaban la magia o la clarividencia de la palabra escrita con las formas elementales de la supervivencia. No vivían de los libros, más bien vivían para los libros. Varios podían llamarse verdaderos libreros. Eran hombres con caras de románticos o de náufragos. Compraban y vendían los textos, mientras les quitaban el polvo a las páginas o se limpiaban, en el trópico, el sudor de la frente. Allí, en esas librerías de segunda, si nuestros ojos hacían parte del milagro, se encontraban las más grandes sorpresas. Descubrirlas era parte de la felicidad. Pues no es otra la sensación que da el encuentro inesperado entre un título que se busca y la imposibilidad, hasta ese instante, de encontrarlo. Ya sea en una edición distinta, con un traductor diferente, o con un tipo de letra de mayor aliento.

Para señalar casos de índole personal, en ellas tuve la suerte de hallar la primera edición, de 1946, de la novela Tierra mojada, de Manuel Zapata Olivella, impresa por Espiral; o la primera traducción al español de un libro de carátula amarilla titulado Los perros ladran, perteneciente a Truman Capote; o el formidable volumen de relatos Idiotas primero, de Bernard Malamud, de letra grande y grueso papel; o el vetusto tomo de Las Aventuras de Félix Krull, de Thomas Mann, ya marrón, editado por Siglo Veinte, de Buenos Aires, en un año sin memoria; o, para no alargar la lista, aquella segunda edición de La Metamorfosis, hecha por la extinta Editorial Losada, impresa en 1952, traducida del alemán y prologada, según dicen los créditos, por Jorge Luis Borges.

Los libros de segunda, sostenía mi exiliado amigo Fernández, tienen el mismo encanto de las viudas jóvenes. Ha habido unas manos o unos ojos que los han recorrido, pero que de pronto, el filo del desdén o el terremoto de la muerte, les ha paralizado el trayecto. Y quedan sumidos en los vaivenes del azar. En ellos, lo mismo que en ciertas damas, hay un nombre o una escasa firma que pretendió implantar una propiedad o unos linderos de pertenencia. Son libros del amor y del trauma. Y están a la vista del público y expuestos a las agresividades del sol o de la lluvia o de las sombras como viejos tocadores de gaitas montados en escaparates de poco alcance. Las personas, en su mayoría, pasan por su lado y si acaso les echan el ojo de la costumbre o la moneda que sobra en sus bolsillos. Pero hay otros, los que pertenecen a la pequeña legión de los libroadictos, los que obedecen a su magia silenciosa, y se detienen, y les sonríen y los acarician como hijos que hubieran regresado de un largo viaje. Y para esta gente, como se dijo, es una fiesta encontrarse con un libro largamente buscado por librerías computarizadas y rodeadas de aire acondicionado, y que hasta ese momento se resistía a la entrega o a la seducción.

Estos felices encuentros se dan en cualquier ciudad que tenga un mínimo de respeto por su propia alma. Hasta hace pocos años este milagro se producía en la Avenida 19 de Bogotá; hoy en la capital hay un reducto de venta de libros en la carrera novena entre la Jiménez y la 16, en donde en casetas y algunas casas viejas de imitación gótica, de varios pisos, de escaleras traqueantes, se hallan paredes atestadas de libros, algunos iluminados, otros sombríos por el paso del tiempo y la oscuridad del clima; y en una de ellas, la Merlín, está Célico, dispuesto con su amabilidad a buscarte el ejemplar que no has encontrado en otra parte; o si quiere dirigirse un poco al norte puede llegar a la Trilce, donde el poeta Martínez González, viéndolo desde su altura de águila, le responde por el volumen buscado.

Todavía en Barranquilla los compradores de libros de segunda, que ahora tienen que ir a San Nicolás, se acuerdan de Marcos Álvarez Pomares, un bajito de pelo liso con gomina que no poseía mucha academia pero que tenía su librería en la calle 35 con carreras 43 y 44; y allí le prosperó en el negocio, pero llegó tan lejos y con tan escasa planificación, que cualquier día se vio agobiado por las deudas y en una madrugada de desesperación se tomó un frasco de matarratas y murió aislado en su negocio, solo acompañado por sus centenares de libros que lo veían e impotentes nada podían hacer para evitar el suicidio de su dueño.

Evoco ahora también la veterana y móvil Librería Silvera, ubicada en la plaza principal de Valledupar, que en una época estuvo regentada por su dueño, el señor Silvera, un hombre rubio, con el pelo suelto y la mirada profunda y febricitante de un personaje del Greco. O memorizo los puestos de los libreros bacanos de la Avenida Venezuela de Cartagena, donde existe la posibilidad de encontrar una edición primeriza de un poemario de Luis Carlos López. O los kioscos y las mesas emparapetadas que están en el mercado público de Sincelejo, en los cuales no es tarea imposible toparnos con un libro de ensayos de Susan Sontag o con una novela Mary McCarthy. En Montería, los puestos de libros que se hallaban detrás de la catedral, fueron trasladados a la antigua plaza Montería Moderna, hoy un parque lleno de palos de mangos, de fragmentos de sombra y de algunos brotes de desamparo.

Cómo no recordar la hilera de kioscos instalados en el Parque Santa Rosa, de Santiago de Cali, o la portentosa y ya extinguida Librería Atenas, que cubrió toda una época en la cultura de la capital del Valle. O como evadir la memoria del Centro del libro y la cultura que está ubicado en el Pasaje la Bastilla, a una cuadra del Parque Berrío, es decir, en pleno centro de Medellín, la ciudad que posee el metro más vigilado y más limpio del mundo.

En esos espacios diversos los libros retornan a su condición de artículos de primera necesidad. Duermen en enormes cajas, o de pie ubicados en los muebles de biblioteca, a la espera de otro día, en el cual pasarán por distintas experiencias. Serán amados o profanados. Hojeados o mirados de manera indiferente. Pero ellos no se alteran; por el contrario, se mantienen en su eterna oferta de información y sueños, dispuestos a marcharse sin pronunciar palabra. Salir en otras manos, a otro destino, es la continuación de su ciclo. Sin embargo, en todo este trueque, no se puede negar, ya hay un toque de disimulada tristeza.



Esos viejos libreros de ojos de águila o de espaldas inclinadas, que adquirían los libros de gentes que por necesidad los vendían o de díscolos jóvenes que los negociaban para el licor sabatino o la fiesta nocturna, se han ido muriendo sin mayores aspavientos. De ellos nos quedan libros que nunca nadie volverá a encontrar, y el recuerdo, esa cosa inasible que flota entre el corazón y los envejecidos estantes. O quizá las imágenes de unos hombres de facciones antiguas, indagando sobre añosos tomos plagados de misterio, llenos de dura melancolía. Esos libreros que nunca conocieron los pergaminos de Alejandría, Pérgamo o Bizancio, pero que permanecerán para siempre en nosotros convertidos en nostalgia. Para ellos esta romanza, que no tiene armonía en su sonido, pero que quizá posee algo de una ternura largamente aplazada.

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