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Dicen que no hay fantasmas…

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Por: Germán Borda/ Especial para Libros y Letras

Hace ya mucho tiempo que no me encuentro con el fantasma. A veces lo veía frente a una cerveza –eso me sorprendía yo ingenuo imaginaba que los fantasmas no tomaban—con sus dos perros, se levantaba a saludarme, gigante más o menos 2 metros 50 o 54. Yo tenía que mirarlo hacia arriba, como cuando se observa una basílica. Se estiraba aún más y me convertía en enano. A veces ingresaba en el baño y desaparecía, otras partía y a los pocos metros ya no se divisaba. Yo sospechaba de su existencia fantasmal, pero me la confirmó con un comentario. Ayer supe que se murió Araujo (gran crítico y escritor) no me atreví a contradecirle, pues Roberto se había muerto ese día, no el de antes. Lo vi de lejos, añadió, y me hizo una señal con la mano de despedida. Así supe que estaba muerto. 

Bueno, quizás lo que pasaba es que era factible que Roberto también lo fuera. 

El fantasma de los perros no me caía mal, solo que me molestaba tener que volver a creer en seres así. Siempre repetía que era descendiente de dos presidentes. Yo viví muchas épocas en Tunja, mi mamá era de ese lugar. Un sitio pleno de seres de ultratumba, a eso de las cinco de la tarde todo el mundo se recoge, con las campanadas tétricas de la catedral se despiertan los fantasmas. Hacen toda clase de trucos, jalan las cobijas, aprietan los pies, se visten de monjas o franciscanos; y a veces, algunos que han ido a estudiar la ciencia fantasmal y teatro del género a Inglaterra, se quitan y unen de nuevo la cabeza. Arrastran cadenas y se ríen como María Estuardo cuando la decapitaron. Una vez pregunté a mamá, ¿es Rezura un fantasma? me dio un coscorrón que sonó como los pizzicato de las cuerdas, eso no se pregunta. Yo lo creía pues atravesaba las paredes y luego me contaron que jamás había comido. Era la muchacha de adentro. Necesité muchos años para olvidarme de las apariciones y de la buena colaboradora. Los seres del más allá lanzaban señales, a veces de difícil análisis. Mi tía abuela recibió una luz sobre la escalera, construida con sangre de toro, argamasa de renacuajo y entrañas de lombriz. Una mezcla aprendida a los árabes por los españoles. Era posible que existiera una huaca. Esa una de las especialidades de los fantasmas. Varios operarios gastaron semanas, por fin aparecieron unos huesos dentro de una caja. Eran de Diego de Alvarado y Heredia, noble andaluz, que mató a toda su familia, se suicidó y se enterró el mismo en la casa de mis parientes. 

Nunca me atreví a preguntarle el nombre a ese ser que me hizo volver a creer en los fantasmas y que ahora añoro. Pues se me ha ocurrido que algo que falta en este mundo son los seres de apariciones nocturnas, el ruido de cadenas, el reloj de campanas, el moho en los cuartos encerrados. Vivimos en un planeta previsible, con escenografía de comida chatarra, música estridente y celulares que impregnan el aire con sonidos artificiales y terribles. Todos uniformados con blue jeans. Un universo donde desaparece el misterio. Dominado por el futbol. Y en el que tenemos que hablar con máquinas. 

Espero volver a encontrarme al espectro de los mil metros de altura, y que le devuelva ese aire de incógnita y pánico al planeta, y no que Araujo me comunique que ambos han muerto y son fantasmas de fantasmas. 


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