Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras.
Los jóvenes no saben que uno de los más grandes dramas de la vejez es el abandono de los amigos que el destino llamó a calificar servicios. La existencia impone una soledad especial con la muerte de los interlocutores. He tenido la fortuna de tener excelentes a lo largo de mi existencia, Ernesto Morales y Araujo que me enseñaron a amar cada frase, cada letra de cientos de autores. Raphy Lattion quien conocía cada instante de la vida de los genios de la música. Pero sin duda el más amplio y completo, Pepe.
Y Pepe parecía un sabio extraído de una existencia particular, que conocía todo lo olvidado de la biblioteca de Alejandría y las suma de lo incluido en internet. Roberto Araujo sentencioso, dijo: Lo que no conoce Pepe, es que no existe. Y en verdad con él se podía hablar de todo lo divino y humano, de lo terrenal y celeste.
Para todos era Pepe, menos para Olga su mujer que lo llamaba José, y para la empleada del servicio, Mary, que le decía, el profesor. Nos recordaban que su apellido era Stevenson, como José Gregorio, el personaje de Cien Años de Soledad.
Uno de los problemas que tuvo Gabo en su existencia, fue haber sido pariente de Pepe; pero el sustancial de Stevenson es haberlo sido del nobel. Él me explicó varias veces, y sentí que mi cerebro no estaba suficientemente aceitado para captarlo, como cuando se me habla de la raíz cubica de los números mixtos, o el tiempo o el espacio, o los acordes alterados; Gabo es primo mío, pero al mismo tiempo es mi tío, y como mi abuela era prima segunda de la tatarabuela de Gabo, en verdad yo soy su tío, primos hermanos, y primo segundo. Él no es Gabo, ese soy yo, pero él no lo sabe, así que está convencido de la irrealidad de su identidad.
Durante cuarenta años, seis meses, veintiséis horas, cuatro minutos, once segundos, Pepe me narró la existencia de Gabo -es decir la de él— me convirtió en la segunda autoridad sobre el escritor. Él era la primera. La creencia de ser el otro lo llevó a crear un libro “Cien Años de Soledad” para niños y lo firmo como escrito por Gabriel García Márquez. Era un extraordinario dibujante y lo ilustró. Se lo envió a la editora de Gabo que quedó horrorizada, todos los personajes parecían ancianos, una rara forma de realismo mágico, pensó la Sra. que casi se cae de su silla de ruedas.
Quizás esa epidemia que sacudió a Gabo y sus parientes, de inclemencia mentales, comenzó después que el escritor recibió el libro. A pesar de estar acostumbrado a navegar en utopías e irrealidades, fantasías y ensueños, se sacudió, cuantas veces le he aconsejado a Pepe que deje de verse con ese par de locos, el pico Azuero y Borda. Si se va a volver loco que sea solo, no llevándose a todo el mundo…
Pepe, como muchos colombianos, actuaba como cuerdo, hablaba de la misma forma, decía cosas sensatas, pero en el fondo estaba completamente loco —como el mismo lo reconocía— y ampliaba el diagnóstico a mí y a muchos más.
Después de once años, tres meses, cuarenta minutos, diez segundos; logré que aceptara firmar el libro como escrito por José Stevenson, aunque me parece aún que no estaba muy convencido y creía que era Gabo.
Hay días que la amnesia recorre las neuronas y domina la mente, y me olvido, tomo el teléfono y deseo comunicarme con mi entrañable amigo, el inmejorable interlocutor. El gran Pepe. La realidad se impone con la fuerza de un hacha que desgaja un árbol y deshace y deshoja el olvido, está en alguna galaxia, lejos del mundo de los vivos, sentado con su tío y sobrino, Gabo, escribiendo maravillas para otro planeta. Esgrimen el realismo mágico, quizás en algún momento se acuerden de mí y hablen de irrealismo real de mis novelas. Al colgar el aparato una lágrima se me escapa, y me digo, te has vuelto un viejo solitario, triste y melancólico, además llorón; deberías sentir compasión y lástima de ti mismo.
