No. 6.743, Bogotá, Domingo 29 de Junio de 2014
La incierta suerte de las composiciones
Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras.
Las creaciones artísticas, son como los hijos, una lotería cuyo número no siempre sale premiado. Jamás se sabe la suerte que correrán, si permanecerán guardas en un desván, en un cajón oscuro para siempre; o, por el contrario saldrán horondas y victoriosas en repeticiones eternas. Es el estigma que debe soportar el que tiene la suerte de poder realizarlas.
Hay creadores de una sola obra que se inmortaliza y de paso se lleva en ancas al compositor. Por ejemplo, Carmen de Bizet o el Aprendiz de Brujo de Dukas.
Yo había trabajado un larguísimo tiempo en las seis microestructuras para orquesta, aún el computador no se había establecido para los escritores de sonidos. Primero las compuse a mano, luego con un sistema de escritura quedaron impresas, pero muchas correcciones se hicieron indispensables para dejarlas, en apariencia, casi perfectas en su aspecto físico. Dimitar Manolov las programó bajo su mando con la Filarmónica de Bogotá, Y contrario a lo que decía y aconsejaba mi Maestro, Alfred Uhl, asistí al primer ensayo. Él sostenía que ya el compositor había realizado su trabajo, que a partir de ese momento era labor de los intérpretes.
En primer encuentro con la obra no iba para lado alguno, músicos y director discutían, no se entendía. Manolov fue duro, es posible que no se toque, no se comprende nada, me dijo enfático.
Me sentí como si me hubiera subido a un ring con Caisius Clay. Siempre escribo sin instrumento, costumbre que adquirí de mi época de estudiante en Viena, por falta de medios para calefaccionar, trabajaba en los cafés bien guarecidos y protegidos contra el helaje invernal. A cambio de un tinto. Pero el esfuerzo de oír todo imaginativamente, es impactante, quiero decir que solo había escuchado la obra en mi mente.
Guardé la partitura y cuando comenzó la segunda parte del ensayo me marché a casa. Caí como un muerto al lecho, y dormí, creo, dos días seguidos. De vez en cuando despertaba pleno de desilusión, angustia y convencido del fracaso. Por fin me decidí y regresé a convencerme de lo ocurrido con la obra, a enfrentar lo que fuera.
Entré con el sigilo de un ladrón, de un visitante a una funeraria, al teatro. Estaba a oscuras y me senté en la más profunda soledad que recuerde. De repente, como por un acto milagroso, escuché la obra tal como mi mente la recordaba. Por un instante pensé que me imbuía de una acción casi mágica. Fue en ese momento, cuando culminó la repetición total, que Manolov se dio cuenta de mi presencia, hizo levantar la orquesta y batió las palmas en aplausos.
La filarmónica de manera excelente había realizado el milagro guiada por el encantador de hechizos, Manolov.
Todos los momentos de soledad, de angustia, de incógnita que conlleva una nueva obra se vieron compensados. He recordado ese instante, ahora que luego de décadas Ligia Amadio, la ha rescatado del olvido. Y le ha dado un toque de feminidad en el detalle, una nueva visión en maravillosa conjunción con la misma orquesta, la Filarmónica de Bogotá. También vienen a mi mente las interpretaciones que realizaron, Del Carmen, Posada, Sarmientos, Rettig, y otros que se me escapan.
La melancolía del recuerdo de la desaparición de los Manolov, Dimitar y Swiatoslav–interpetes de muchas de mis obras—, empaña el día luminoso y claro. Momento de quimera del verano esplendoroso, y no logra disipar su ausencia, que nunca he podido superar.
