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Strauss y el cosmos de la orquestación

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Por: Germán Borda., especial para Libros y Letras
Muchas obras musicales nacen, como los infantes, desnudas y el compositor debe revestirlas de un traje adecuado. Cuando la imaginería musical lo demanda el aparato sonoro —la vestidura— es la orquesta. De repente el compositor tiene ante sí un repertorio inmenso de posibilidades, cada nota de los innumerables instrumentos, — se puede trabajar con cuarenta, más solistas y coro—, puede usarse sola en múltiples ubicaciones. Y en las combinaciones con otros, y el resto, en infinitas.

Muchos creadores quedan pasmados frente a ese universo y prefieren ubicarse en terrenos menos ambiciosos, por ejemplo Chopin, con el piano. Pero debemos anotar que lo convierte en un planeta de maravillas. Otros, sin embargo, se constituyen en dioses y construyen paraísos inusitados de sonoridades, de coloridos, de sorpresas tímbricas. Impacta, por ejemplo, Haendel, con su música del agua. En el siglo xx aparece, quizás, el más mago de la historia de la orquestación, Richard Strauss, compositor alemán (Múnich, 11 de junio de 1864 — 8 de septiembre de 1949)

Como bien lo definió Claudio Debussy (Saint-Germain-en-Laye , Francia , 22 de agosto de 1862 - París , 25 de marzo de 1918)”…es imposible sustraerse a la magia de su orquestación”

Cuando apareció el hijo de una rica y poderosa dueña de cervecería y de un notable músico, con su “Don Juan”, poema sinfónico, dejó perplejos a críticos y músicos. El público estaba fascinado con el juego de artificios, imaginado y creado por el joven compositor. Nacía un nuevo dios de la música, dotado del poder de un pincel mágico para hilvanar sonidos, desde ese momento su carrera fue siempre una ruta ascendente de éxitos y triunfos.

Hay la consigna, nadie puede orquestar como Strauss, todo lo que escribe suena bien, maravilloso, impactante, seductor.

Cuando hizo su estreno en la tradicional y esquiva Viena, la prensa algo recelosa escribió, Si Richard, Wagner. Si Strauss, Johann. Pero el compositor  los envolvió en las redecillas de su fantasía y les hizo saber que no debía  mucho a su tocayo Wagner; y nada a su homólogo Strauss, el de los valses vieneses. La vieja urbe del Danubio cayó conquistada por ese nuevo emperador del arte, desde el Musikverein, la sala proverbial de los vieneses expande su imperio. Y ese reino, como el español en su momento, no conoce momento sin sol, va a todos los rincones de la tierra.

Con aspecto señorial algo burgués, parecido a un gerente bancario, el maestro Uhl me dijo, tenía los ojos más bellos que haya visto, dirigía con una sobriedad extrema. Su control de la orquesta era perfecto. Escribió, hay que dar solo el ritmo y algunas entradas, ellos saben lo que tienen que hacer.

Como muchos artistas la política intentó aliarlo en sus filas. Alguien le increpó su buena posición en la Alemania Nazi, respondió, tuve una excelente con los republicanos, con los socialistas, con la monarquía y ahora con este régimen. Todos me han respetado, pues soy un genio.

Usó su fama y poder para defender a su nuera de  ese momento demencial contra los judíos. A la postre termina reducido a su vivienda, preso, con impedimento para moverse. Los regímenes no perdonan, si no es una total adhesión.

Strauss cumple ciento cincuenta años de una existencia artística que promete ser eterna. Una invitación para oír todas sus obras, en especial sus poemas sinfónicos y la ópera “Salomé”, obra que todavía cuando la escucho, me levanta los pocos cabellos que el destino aún dejó en mi cabeza.


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