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Baúl de mago

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Sin consecuencias
Por: Roberto Burgos Cantor

En la espesura de las imágenes del vidrio del almacén se abrió lugar la figura del hombre con sobretodo que ganaba la acera desde la vía atascada de automóviles. Los ruidos sordos apenas eran atravesados por el grito de un loco nómade. A la mujer que miraba los maniquíes con ropa de vacaciones, los sombreros, el corsé morado, un vendedor que atendía los pasos de una cliente sobre los zapatos de tacón alto, la muestra de lencería, se le esfumaban éstos por los desplazamientos del reflejo del hombre. Era un poco más alto que ella. Y siguió la imagen porque creyó que se acercaba. En un momento no tuvo dudas y resistió las ganas de darse vuelta. Se opuso al movimiento inconciente de apartarse. No podía, aún, distinguir el rostro. Apenas un brillo en los cabellos negros y el avance con gestos decididos.

La mujer sin perder de vista la imagen del hombre, su sobretodo abierto, apretó la cartera contra su cuerpo. Sin malicia intuyó el propósito ajeno. Se concentró en la decisión de mantenerse quieta, indiferente, tranquila. Distinguió el perfume discreto del hombre. Cuando buscó sus ojos en la vidriera tuvo por primera vez en su vida el pensamiento de una pescera. Percibió la franja de una frontera sin pasaportes que detenía los cuerpos sólidos y abría un infinito vacío para las sombras. Se supo ligera por estar en dos lugares.

Ahora la imagen del hombre con sobretodo en el cristal y el hombre en la acera, ¿diferentes? estaban cercanas, inminentes. De su lado sintió plena, ansiosa y quizá tierna la mano del hombre en sus nalgas. Con esfuerzo para no chillar , ni precipitar los movimientos, y buscando la manera de aparentar desentendimiento, se dió vuelta y lo encaró. Dijo : ¿le gustó ? Lo dijo sin reto, sin agresividad, casi curiosa y sin permitirse la vanidad de reconocer que ella, todavía, era una atracción. Imán del deseo anónimo. Satisfacción del atrevimiento. Trasgresión. Azar sin porvenir. Y en la mano un peso nuevo, algo invisible y secreto que solo a él pertenecía.

El hombre sacó fuerzas y más atrevimiento para mirarla con una fijeza arrepentida. Y no controló la sorpresa para balbucear: son bellas. Como si el destino hubiera sido abolido se quedó congelado.

ntes de proseguir su camino por la acera poblada no evitó que las lágrimas desbordadas se deslizaran sueltas por su rostro.

Varias veces me pregunté cómo debería contar este suceso del cual fui testigo por mirón empedernido. Era tan fuerte lo que estaba más allá de lo visible que temí a mi torpeza. No había, ni esa vez ni en mi recuerdo obstinado, exhuberancia del cuerpo en la mujer; como tampoco lascivia con babas de sátiro fracasado en el hombre del gabán. Una pregunta más se sumó a mis incertidumbres. ¿Será – me dije – que lo público protege una forma de intimidad ?

En contarlo, en tomar el riesgo de invadir lo personal o de generar sospechas sobre la transparencia de las vidrieras, se asoma una respuesta.

Así va la vida y sus misterios inadvertidos. Instante a instante sin remedio.


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