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Mateo el flautista…muchos años después

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Por: Álvaro Hernández V. 
Ignoro los motivos que llevaron a los jurados del premio Esso de novela en 1.968, a concedérselo a Mateo el flautista. Pero conservadores no fueron. Le apostaron a la experimentación o, en rigor, a la repetición de un experimento exitoso: el de Rayuela. Publicada 5 años atrás ¿cómo no intentar algo semejante? Y no era para menos. La propuesta narrativa de Cortázar, cuestionando el relato cursivo, sacudía el marasmo literario en que permanecía el idioma. Como lo corearon después: Rayuela reinventaba el género. Eso debió percibirlo de inmediato Alberto Duque López, y con el atrevimiento de sus 25 años, trabajó la arquitectura narrativa de Mateo el flautista desde dos puntos de vista – dos planos: dos versiones - intercalando en ambos la primera y la segunda persona de un párrafo a otro, lo cual le imprime un ritmo psicológico alucinante al texto. Ensayos que no oculta el autor, pues de Laurence Durrell, el autor de El Cuarteto de Alejandría (una historia contada desde cuatro versiones), es el epígrafe del segundo plano, donde aparece un brasileño llamado Kamonda, destinado a hablar de Cortázar, y de La Maga, Rocamadour etc. Más agradecido y sincero no puede ser un autor.

Experimentos que hubiesen sido un fracaso anónimo de no ser por la perfecta unificación del lenguaje. Me refiero al tono general, al aliento de la voz con la que se narra, aunque se mude de la primera a la segunda persona, ritmo que no se pierde en la sucesión de intercalaciones del relato que caracteriza la primera versión, ni se desgonza en la segunda, más lineal y numerada como en Rayuela. Porque lo notable de Mateo el flautista es, aún, el vigor literal, el tono de presión que no desfallece y empuja al lector a penetrar en una atmósfera densa y confusa, en la que prevalecen lo absurdo y lo ominoso. A esa fortuna contribuye el tratamiento irreal de algunos de los cuadros que hacen inolvidable el relato: los muchachos que comen niños, los ciegos (también se dice que son locos) encadenados obligados a buscar cangrejos y quitarles las muelas con las suyas, las fieras del circo quemadas entre sus jaulas en un incendio, el padre que se pudre desde los testículos en su silla, o esa masacre loca de 100 caballos despeñados que parece troyana. Porque, salvo el suicido del padre y la violación y muerte de la abuela a manos los indios, todas esas acciones demenciales ocurren sin explicación interna. Duque López prueba saber, que un relato sin atmósfera es un muñón, y la lleva al extremo.

La esponja de fieltro que era entonces el joven Duque López, retenía la sustancia del Gran Burundú..., Los Funerales de la Mama Grande, La Casa Grande, y narraba crímenes entre gallos de riña, una matanza de indios guajiros y su venganza, el muchacho maricón que lo ponía por regalos, el asalto de los guerrilleros a los soldados en el tren, el asedio de los soldados a Puerto, para hacer saber que todo  sucede en el lugar en que vivimos y no en uno estrictamente alucinado o imposible.

Con la ventaja que la perspectiva le aporta a este comentario – que no tuvo Duque López – justo es decir que el autor de Mateo nada sustrajo de Cien Años de Soledad. Con la misma procedencia y deudores de un mismo tiempo, trabajaron simultáneamente, aunque García Márquez haya atraído todos los focos del reconocimiento. Lo había explicado Carlos Marx: las ideas surgen en cuanto la sociedad produce las estructuras materiales que las permiten. Y el arte subraya esa realidad. 

En “la realidad” de Mateo el flautista, el aire hiede y emponzoña, el paisaje está formado por detritus de la violencia, que tampoco sabemos de dónde ni por qué llega. Igual que los motivos de Antonio, el guerrillero, que en el segundo plano regresa de la prisión, para enterarnos que bien pudo ser que nada de lo que hemos leído haya ocurrido. Y justo también es anotar, que la presencia de un segundo plano poniendo en duda la verosimilitud del primero, es un acierto. Se anunciaba desde el epígrafe, y en eso la novela es enteramente actual.

Cuenta con la ayuda exógena de no haberse modificado las condiciones objetivas nacionales que le dieron origen. Sin embargo, 40 años después, se pone de presente que los caprichos tipográficos, los cortes en la sintaxis introducidos por el autor, y que fueron moda por entonces, son, paradójicamente, los que dan cierto tufo de antigüedad a la novela. El arte no se resiste a las transformaciones formales, pero resiente la temporalidad de los usos y las modas textuales. El tiempo es implacable para revelar la edad. Podría decirse que, del mismo modo que un traje es sorpresa en la pasarela, lo torna cosa vieja en el otoño siguiente. Por fortuna permanece intacto el poder expresivo de ciertos cuadros en ese relato que hoy parece medio gótico y bárbaro, de los cuales el lector puede escapar en la última página.   

(Mateo ha sido vuelta a publicar por Pijao Editores en su colección de 50 Novelas).


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