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Cuando Gabo y yo perdimos el trabajo

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No. 6.695, Bogotá, Martes 13 de Mayo de 2014

Cuando Gabo y yo perdimos el trabajo

Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras.

El reloj paquidérmico, epiléptico, de una de las iglesias coloniales avanzaba rumbo a las dos de la tarde. Jugábamos con un balón enmallado con mi hermano Fernando, esperábamos el bus del colegio, de repente apareció en su lugar, mi papá en su vetusto auto verde —Mataron a Gaitán, suban. No van al colegio.

Gran frustración de perder el partido. Se había encendido la mecha de la desgracia, del infortunio, el tiempo se dividía para todos los habitantes de Colombia. Nada volvería ser igual, una época de sosiego moderado fenecía para siempre. La horda enfurecida impulsada por la frustración y el licor, quemó gran parte de la capital. Esa noche incandescente, sin luz eléctrica, al son macabro de fusiles máuser y ametralladoras, quedó impregnada para siempre en mí ser. El primer paseo a través de calles plenas de escombros y con olor a infierno, sobrecoge aún mi ánimo.

Esa la escenografía que tuvo que vivir como periodista novel el futuro nobel, García Márquez. Me llamaron la atención sus reseñas del asesinato de una actriz de la farándula, Vilma Montessi, en Roma, a donde fue enviado. Una gran familia italiana, con afluentes congruentes con el renacimiento, parecía implicada. Gabo ya ejercía la magia y la imaginación inventiva. Gracias a su talento fue enviado como corresponsal permanente a París. De nuevo las llamas, que vivió y convivió el 9 de abril del 48, aparecen en su destino y lo dejan cesante de su diario “EL Espectador” incinerado por una turba. Sobrevive un año, pide ayuda a su amigo Hernán Vieco. Cuatrocientos dólares, doscientos para el pasaje a Bogotá, cien para la pensión y el resto para sobrevivir en la capital. Los gira generoso sobre el capó de su elegante auto deportivo

 — ¿Cuándo te podré pagar?  dice Gabo —no te preocupes, nunca, —contesta el arquitecto.

Mientras el mundo entero, pero en especial Iberoamérica celebraba la caída de Batista  en Cuba y la subida al gobierno de Castro, yo partía para Viena. Había regresado para asistir al sepelio de mi padre. Estaba devastado. Mi futuro se veía incierto, mi familia hacía un esfuerzo sobre humano para que continuara estudios, pero sabía que el límite estaba marcado y el final próximo. Los medios eran escasos y la carrera larga.

Papá tenía una especial dilección y admiración por sus parientes intelectuales, los Zalameas. A Eduardo lo veía con cierta frecuencia, su diario muy vecino; además, su madre vivía al lado de nuestro modesto apartamento de la calle 14. Siempre amable, pero distante. Con Jorge, quien vivía en Viena, había estado en dos ocasiones. La segunda, en medio de un verano infernal, llegué a eso de la tres. Estaba en pantaloneta, azul marino, camiseta, se sentó y miró al techo. Su perfil de emperador romano sobresalía. No se necesitaba ser un egiptólogo para darse cuenta que estaba en un  estado mezcla de abulia,  profunda melancolía y abstracción total. Permanecí más de tres horas, no me habló una palabra, pero tampoco me dejaba partir. Jamás volví a verlo.

Caía una nevada infernal y el cartero llegó a las siete de la mañana con una carta recomendada. En medio de la noche invernal vienesa hacía un frío macabro. Me traía un carnet de periodista del diario “El Espectador” y una breve nota de mamá. Eduardo Zalamea esperaba reseñas.

Me había subido a un cuadrilátero desigual, luchaba contra el idioma, el frío, la mentalidad germana, el poco dinero, los estudios complejos y una rinitis aguda. Además, hacía  duelo por la muerte del ser querido. Varias veces me senté en los cafés vieneses, los famosos lugares donde hay refugio contra las inclemencias del clima, e intenté escribir artículos. En vano, carecía de estado de ánimo, técnica y concentración. He debido escribir a Eduardo, regresarle el carnet y expresarle mi imposibilidad de convertirme en corresponsal. Por la ausencia de escritos canceló personalmente la credencial. Perdía un trabajo, que en verdad nunca había ejercido, ni poseído, ni del que jamás recibí un céntimo. Pero en mi memoria le guardo un inmenso agradecimiento por haberme lanzado un salvavidas —lamento no haber podido aprovecharlo—, en medio de la borrasca que era mi existencia en ese momento.

Por diversas, razones Gabo y yo, quedamos colgados de la brocha. Vacantes del mismo cotidiano, el famoso diario  El Espectador.


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