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Dos compositores rebeldes y su encuentro con el destino

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No. 6.660, Bogotá, Martes 8 de Abril de 2014 

Escribir es intentar adivinar lo que uno escribiría si escribiese 
Marguerite Duras

Dos compositores rebeldes y su encuentro con el destino

Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras.

Federico el grande, de Prusia (1712-1786) estaba en medio de una reunión con su gabinete. Discuten, como siempre, asuntos complejos de estado, un ujier, acucioso, algo tímido le da un papel; señores, lo siento debemos interrumpir, el gran Bach ha llegado. Y el monarca, apasionado músico, flautista, va al encuentro de Johann Sebastian. El compositor es un caminante inagotable, ha recorrido a pie gran parte de Alemania. Sin dar lugar al descanso van al clave, y Federico le da un tema, el cerebro privilegiado de Bach( 1685-1750) construye  una fuga que toca ante el soberano. Luego de pocas semanas le envía la “Ofrenda Musical” construida sobre las notas del noble rey músico.

Un ejemplo del lugar de honor que ocupaban los compositores en las cortes, ante los monarcas. La realeza vienesa capta de inmediato el genio de Beethoven (1770-1827) y se convierte en su mecenas. Treinta mil personas acuden al sepelio del compositor, toda la corte está presente. Se podrían citar cientos de casos similares de respeto y admiración por los creadores del arte sonoro.

Los primeros decenios del siglo xx son de extremada convulsión en varios  terrenos del acontecer social y artístico. La revolución impone sus tesis. La música no se sustrae, hasta ese instante ha avanzado a paso casi paquidérmico. Los teóricos insisten, los compositores captan con anterioridad las disonancias, que las convierten en llevaderas, y el público –la gran masa— llega mucho después. La historia lo describe, casi toda obra nueva es mirada con recelo. Los oyentes se resisten. Las primeras sinfonías de Beethoven son consideradas abstrusas, aformales, incomprensibles.

Schönberg,(1874-1951) prepara el gran salto, es la revolución, el dodecafonismo, las notas se revelan ahora pueden  unirse libres, sin las ataduras  e imposiciones del pasado. Los compositores pasan de ser lo niños mimados de la alta sociedad a ser lanzados a las tinieblas exteriores. Son, por lo general, mirados con desconfianza y muchos deben ser resguardados después de sus estrenos.

Anton Webern, vienés, (1883-1945), se adscribe a las teorías de su maestro Arnold Schönberg. Maneja y recorre, también, la atonalidad. En contraposición a las composiciones kilométricas de Wagner o Mahler, es de un ascetismo impactante. Escribe obras que duran pocos minutos, con una conjugación  de elementos, que requieren una profunda intensidad de concentración en el oyente. Sus detractores  crecen y le hacen la vida imposible, los nazis lo consideran autor de un arte degenerado. Prohíben sus obras. Sin embargo, produce gran admiración en los sectores cultos

“Condenado al fracaso total en un mundo sordo de ignorancia e indiferencia, inexorablemente continuó puliendo sus diamantes, sus impresionantes diamantes, de cuyas minas tenía un perfecto conocimientoÍgor Stravinski

Fue al encuentro de su destino, la inexorable “ moira” de los griegos, la cita ineludible con el más allá ignoto. Cayó víctima de una bala disparada por un soldado de ocupación. Ya la horrenda guerra había pasado y encerrado en su estudio componía. Siempre la visión de un compositor es el papel pautado. Lo apresa de por vida, es un encadenado a esas cinco líneas.

Una versión, obnubilado  y embebido por el trabajo, olvidó el toque de queda. Tampoco escuchó el grito de alto dado por un militar ebrio. Otra, por problemas de su yerno, fue ejecutado dentro de su residencia. Un dejo de melancolía inagotable acompaña recordar el destino de este creador solitario e incomprendido.

Alban Berg, nacido y muerto en Viena( 1885-1935) es gran admirador amigo y colega de Schönberg (su maestro) y de Webern.

Navega  en dos aguas, con inmenso talento literario, y no menos sobresaliente musical –en verdad genial— duda, no sabe a cuál dedicarse. Una formidable conjunción la logra en una de las óperas más impactantes de la historia. La vida del soldado loco Wozzeck, de Bὔchner. Su relación con una prostituta crea un enorme conflicto cuando la mujer se enamora de un apuesto tambor mayor. Wozzeck mata a la mujer y se suicida, entra a un lago  llevando la amada en brazos.  El grito de “sangre, huele a sangre” es sobrecogedor. Horripilante. El hijo recibe la noticia de sus compañeros, permanece solitario en escena montado en un caballito de madera. Luego cae el telón. La tragedia es de tal dimensión, de un impacto tan violento, que los aplausos se demoran.

Es casi imposible sustraerse del drama. Quedamos sumergidos en lo más profundo de la visión expresionista de la existencia. Se retrata y diseña el mundo interior, se analiza y lleva a los lienzos.

Berg, ser sensible y poético, ignora como la guadaña prepara el golpe. El día de navidad es picado por una mosca que le crea una septicemia. A su muerte y vida –lo mismo que la de su compañero  entrañable, Webern— podría extrapolarse su dedicación a la hija de alma Mahler, en su concierto para violín,   “a la muerte de un ángel”.


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