Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras. Sin causa aparente, a veces, somos lanzados a la escenografía de la madrugada. Quizás nuestros fantasmas han clavado sus garras en el podio de los sueños. Envuelto en un enjambre de sombras, deambulo por la terraza y comienzo una disección implacable. Un enjambre de tarántulas me persigue en el desierto. Como los toreros frente a las astas, con la espada, es el momento de la verdad. Paso mi existencia por un microscopio y señalo mis obsesiones. Reiterar siempre, de manera intermitente, aferrado a seres y recuerdos. Magnifico el defecto. Por instantes lo detesto. Juro combatirlo y asesinarlo.
Recupero a mi clon, permanecía anclado, observante desde el trasfondo del espejo. Es temperante, morigera, me tranquiliza con voz suave, extraña en su ser. Casi siempre es implacable, duro, tanto que he tenido que enviarlo muchas veces, de nuevo a su existencia en el mundo de las imágenes. Si no fuera por tus obsesiones Peralonso navegaría por siempre en el Egeo rodeado de ninfas y sirenas. Nadie sabría de sus hazañas. Y Melicent permanecería eterna en un balcón medieval. Su tío Boch sería apenas un retrato oculto en la penumbra de un museo ¿Quién sabría de su pasión inefable con Vincent?
Hice un pacto, antes que traspasara su propia imagen en el espejo, le dije; usaré una de mis obsesiones una vez más. Luego jamás.
En mi novela El Enigma de Dreida los participantes en un periplo rumbo a la isla que se supone develará los secretos más íntimos del ser, permanecen en una cafetería en el Pireo. Jorge Luis Borges es actor principal de la obra, espera en compañía de un compositor desconocido Adrob. El Pireo es el puerto de Atenas donde se parte a sus islas. Esperan durante un lapso que parece inamovible, eterno, sin solución un barco, de repente…
“Era una hora indefinida de la tarde, momento indeterminado. Ninguna característica especial marcaba el paso inexorable del tiempo en esa sala de espera que se había convertido en escenario de la angustia y la desesperación. Siempre a la expectativa del guía que los llevara a cualquier navío rumbo al destino final de ese viaje algo extraño, enigmático, convertido en tenebroso por una demora ilimitada. De repente hay un silencio. Los transeúntes recientes y los ya consuetudinarios abandonan su abúlica situación y concentran su atención en algo misterioso. Del fondo del salón, junto a la puerta, ha emergido una aparición.
Todas las miradas, las que se concentraban en el reloj de un solo brazo, tembloroso e impredecible; las de los que jugaban con las cucharas en las tazas de café negro y horrible; las de los que se asían a sus pensamientos inconexos e inútiles; las de los criados con sus bandejas llenas de comestibles; las de los niños que olvidan sus juguetes inventados; todos en el salón la observan.
Con sus pasos regulados y dominados por unos tacones altos que conservan unas piernas de extraordinarias proporciones.
Todo su cuerpo recto, bamboleante, ceñido por un eje central, avanza por el centro de la sala. Es una humanidad que trasciende, la belleza hecha forma. Le da aire al aire, viento al viento, brisa a la brisa, ánima al alma.
Va envuelta esa estructura del ensueño en esbozos que ella ha inventado, diseñado. Sus telas las ha hecho pintar por manos mágicas de pintores de la mujer. Pueden distinguirse, a pesar de su existencia sutil, sobre esas telas, pájaros inútiles y desconocidos; plantas irreales, absurdas, inexistentes, tropicales y multigámicas.
Predomina el color azul transparente, que lleva por instantes a un lila; cambiante con el curso de las luces.
Avanza etérea, con devenir que envidiaría la Venus de Botticelli, como si compartiera espacio y belleza con los habitantes del Olimpo. Sus ropajes anchos dan aire acuático al espacio y moldean un ballet del movimiento. Los encajes, obra de arte florentino, para ella y ella sola, rozan sus extremidades y le dan un goce y sensación privilegiada, sensual, sensible, táctil, roce artístico de la epidermis.
Es Melicent von Boch, descendiente de las hadas, hija heredera de los nibelungos más antiguos. No corre en sus venas una gota de sangre impura. Todos los dioses de la mitología parecen haber confluido para crear su cuerpo maravilloso, sus senos erectos y firmes, su rostro equidistante y perfecto, su inocencia, los ojos de azul griego, translúcidos y puros como un cuarteto de Mozart; soñadores, ausentes, melancólicos, meditativos.
Avanza y en su rumbo, las manos largas, delicadas, puntiagudas, marmóreas, rozan sus cabellos dorados, protegidos por un sombrero alón que oculta ese despliegue de colorido émulo de un puñado de girasoles. Ya está frente a la mesa y da un beso a Alberto Luis. Dos, en cada lado del rostro a Adrob, y luego a Borges. Agradece El Aleph y la ópera del compositor, también su interpretación. Desaparece de inmediato. Es entonces material de la fantasía y de la quimera, habitante de la irrealidad y del sueño, aparición sonámbula de un recuerdo difuso.
De su existencia, inusitada y fugaz, sólo dan prueba las esculturas de su ser, que repite el aire en el viento”