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Había una vez un circo - Parte II

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Escritura o muerte

Tomado de Página 12/ Buenos Aires. ¿Qué cosas fuiste modificando en ¿Por qué prohibieron el circo? en los años que van de esa novela que presentaste para el concurso de La Opinión, en 1973, a la que se edita ahora?

–El texto es prácticamente el mismo, no modifiqué nada, ni la estructura ni la idiosincrasia de los personajes. Y la verdad es que la publicación de esta novela se debe a otras personas: el notable escritor mexicano José Agustín, y Karl Kohut, catedrático de la Universidad de Eichstätt, Alemania, hace treinta años intentaron convencerme de publicarla, como ahora lo hizo mi editor, Fernando Fagnani, que desde hace años viene reeditando toda mi obra. Capaz que acepté por la única razón de que hace diez años que no tengo novela nueva. La última fue Visitas después de hora, en 2004. Aunque, de todos modos, no estuve quieto: hice periodismo a lo bestia y escribí dos nuevos libros de cuentos, un artefacto inclasificable como es Soñario y además hace un cuarto de siglo que me dedico a la pedagogía y la política de la lectura. Pero estoy retomando el ritmo: tengo dos novelas en barbecho. Escribí ¿Por qué prohibieron el circo? cuando era muy joven, la empecé durante el servicio militar, en 1969, que fue un año tremendo. Lo único seguro es que yo sabía que si no escribía me moría. Yo escribía diaria, frenéticamente. Algo así como “escritura o muerte, venceremos”.

¿Cómo fue tu inicio como escritor, tus primeros vínculos con la literatura?

–Empecé como lector porque en mi casa, que era humilde, lo que más había eran libros y dos lectoras voraces: mi mamá y mi hermana. Tuve que trabajar desde muy chico, desde los catorce años, y después estudié Derecho en la Universidad Nacional del Nordeste, pero mi actividad más consistente fue siempre leer y escribir. Todo lo demás fueron fuegos artificiales, ganapanes, remar contra la corriente, puchero flaco muchas veces, en fin, recursos de sobreviviente. Lo que puedo decir es que llegué medio tarde a la publicación. Cuando La revolución en bicicleta salió en España, yo pisaba los 34 años y literariamente me sentía un anciano fracasado porque tenía montones de cuentos y dos o tres novelas pero no había publicado ningún libro.

Pero desde entonces publicaste una obra profusa, y en tu biografía se mezclan la literatura con el periodismo político y el cultural, la revista Puro Cuento, la docencia, y hasta el cine...

–Es verdad, y podría sumar todavía otras habilidades, quizá porque me educaron en una idea un tanto renacentista, multifacética e hiperactiva, y por eso fui actor de teatro, músico, coreuta, carpintero, jardinero. Pero es la narrativa la que siempre prima. Y sobre todo, si en cualquier sentido viene mal la mano me pongo a escribir a lo bestia. Y en eso estoy ahora: dos novelas, un libro de cuentos nuevos y pensados como libro, algunos cuentos para lectores niños y adolescentes, y tres guiones cinematográficos. Y todo con la desesperación de que el tiempo me juega en contra, porque tengo ya 66 años y una salud medio cachuza, pero me siento con la polenta de un tipo de treinta y estoy lleno de ideas como una olla a presión.

En el prólogo de la novela aclarás que esa búsqueda de variación en las diferencias dialectales de los personajes no está tan usada en lo que se publica por estos días. ¿Cuál es la relación que tu obra mantiene con la oralidad?

–A mí la oralidad me interesó siempre como marca y posibilidad de literatura. No te olvides de que en mi generación nos formamos leyendo José María Arguedas, Manuel Scorza y Huasipungo, de Jorge Icaza. Y leíamos Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, como los chicos toman la leche. De manera que esas influencias eran insoslayables. Pero no sé si había búsqueda; lo que había era sonoridad, intensidad, desgarramiento. Lo que después trajo el tiempo, sí, es una mayor conciencia. Que está bien, pero no es muy recomendable para escribir. Yo prefiero escribir como en estado de gracia y simplemente sintiendo, escuchando, desesperando... Aún hoy, ya grande, sigo escribiendo para contener la desesperación.

¿Qué diferencia encontrás entre tu producción y la de los escritores de generaciones anteriores, la mayoría, vinculados al boom de los años ’60?

–Nunca me sentí parte de una generación porque siempre anduve metido entre gente mayor que yo. Osvaldo Soriano me llevaba cinco años y eso, cuando andás en los veinte, cuenta. El era un maestro, mi guía de lecturas y un crítico temible de lo que uno le daba a leer. A Ricardo Piglia lo conocí muchos años después, en México, cuando salió Respiración artificial, y desde entonces creo que somos amigos. Y sí lo fueron Juan Rulfo y Juan Filloy, de quienes aprendí lo mejor de lo que sé. Y también lo son hoy en día Noé Jitrik o Angélica Gorodischer. Pero quizás eso de las generaciones hay que tomarlo con pinzas, porque son categorías de estudio. Pero no son determinantes de la literatura que escribimos. Yo no me siento lejos de Cortázar ni de Manuel Puig, como tampoco de Guillermo Martínez, Samantha Schweblin o Juan Incardona. Todos son mi generación, porque para mí decir generación es decir literatura. Tengo, claro, la impronta de algunos escritores, como Cortázar, huella que es decisiva en la literatura argentina, aunque ahora haya algunos apresurados que lo niegan o cuestionan. Cortázar es uno de nuestros Padres Fundadores, así, con mayúsculas. Así que no jodan; mejor vayan y léanlo completito y bien. Mi relación con él fue efímera. Nos vimos una sola vez, en Chile, y él andaba fulo y no me dio bola. Entonces escribí una nota contando mi desilusión y meses después me mandó una carta muy hermosa desde París, disculpándose. Creo que nunca supo que esta novela era mía, ni hoy tiene importancia. Además, él, como jurado del premio La Opinión, había votado otras novelas.


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