No. 6.618, Bogotá, Martes 25 de Febrero de 2014
"La memoria es la forma en que seguimos contándonos a nosotros mismos nuestras historias".
Alice Munro
Michelangeli, Boch y el único cuadro de van Gogh
Por Germán Borda. Especial para Libros y Letras.
Las presentaciones del legendario Arturo Benedetti Michelangeli, (1920-1995 Italia) las rodeaba un suspense digno de la mente diabólica de Hitchcock. Para este pianista un concierto era el oficio de un rito divino, y como sumo sacerdote, nada ni nadie podía mancillar el instante místico. Había que permanecer en un estado de levitación. Suspende la audición debido a una corriente de aire en una sala de Zúrich. Por cualquier motivo nimio interrumpe la audición, recién comenzada. No tocaba hasta que no retiraran una dama de un palco con un horrible sombrero verde chillón. Cancela una gira en Estados Unidos; pues lo sometían, según su concepto, a un circo económico. No grabó los cinco conciertos de Beethoven, pues no gustó del piano.
Podía ocurrir que se sentara frente al instrumento, estiraba sus largas manos varias veces y se levantaba para abandonar la sala. A esas y más excentricidades, se exponía, y las aceptaba, el público. Era un riesgo que bien valía la pena. Tuve el privilegio de escucharlo. Aparecía en el escenario un ser enigmático, melancólico, el hombre más triste del cementerio. Permanecía un largo lapso, estático, luego amagaba, se acercaba al teclado. Se retiraba, repetía la operación muchas veces (Dios mío, que no se vaya a marchar, se escuchaba en un coro mudo en la sala) Por fin comenzaba.
La sensación inmediata, un impacto inusitado. Me parecía, que jamás había escuchado tocar el piano, nunca presenciado un concierto. Era la primera vez, un contacto con un mundo fuera de serie, de poesía, de hilvanaje mágico de sonidos. El instrumento se convertía en una orquesta inusitada de timbres. La simbiosis entre ese hombre, la música y el piano, creaba las atmósferas más irreales. Nos envolvía en la redecilla de timbres de quimera. Se permanecía en un estado de ensoñación. Hace más de cincuenta años que lo escuché, y creo no haber olvidado ni un segundo de su concierto dedicado a Chopin.
Cortot, el inefable pianista, lo describió; Ese joven tiene una mezcla de Liszt y Paderewski. Sin embargo, su tocayo Rubinstein, lo dejó de séptimo en un concurso. Su huella como maestro, dos instrumentistas geniales, Pollini y Martha Argerich. Alumnos predilectos en las clases que dictaba en palacios alquilados para el efecto, en la maravillosa Toscana.
Personaje curioso y misterioso, compitió en carreras de autos, fue piloto y prisionero de guerra de los alemanes. Sus romances permanecían en el misterio, por años se dijo que su amante era mucho mayor; luego, por el contrario, muy joven. Aunque permaneció casado. Su vida privada la resguardó con celo, nadie sabía de los detalles de su existencia.
Hacía fila en el primer día de primavera, recién iniciada la mañana, para adquirir la entrada. Apenas se abría la caja para una presentación del genio, en pocos minutos se agotaban las localidades. La cola era larga. Delante de mí, una muchacha de belleza extraordinaria. Menuda, suave, fina, de ojos azules. Cabellos rubios que bamboleaba, con aristocracia. Un raro metrónomo en el aire. Elaboré en mi mente que tenía que ser francesa, y decidí corroborarlo. Era el momento de probar mis largas clases en la Alianza Colombo Francesa. Simpática respondió. Ambos vivíamos ante la expectativa del concierto y su casi segura cancelación. La acompañé hasta el metro, celebrábamos haber obtenido boletos. Diez minutos de compañía. Sacó un estilógrafo mínimo, de oro, escribió su nombre y teléfono. Millicent von Boch. Desapareció para siempre, luego de negarse a verme, quizás, un golpe de intuición inteligente.
Pasados los años, su figura, su clase, incitó en mí fantasías literarias. La imaginé una doncella medieval, bañándose en una fuente pura y cristalina. En un balcón de un castillo, esperando a un príncipe, custodiada por dragones. Galopando en desiertos áridos níveos en un coche tirado por lebreles. La convertí en heroína de mis novelas. Pasados cincuenta años, dos meses, tres semanas, dos horas, decidí corroborar si en verdad existía; o era una fantasía fantasiosa de mi mente. Mi investigación, tuve que disfrazarme de Sherlock Holmes, me corroboró que era una princesa pariente de la más alta realeza. Las diosas descienden del Olimpo, se mezclan con los mortales, solo por momentos, luego regresan y se ocupan de abanicar a Zeus. Mi intuición no me había fallado. Me impactó, sí, y con fuerza, el saberla descendiente de Eugene Boch, gran pintor, amigo íntimo de Vincent van Gogh. Quien tuvo el enorme honor de ser retratado por el genio en Arles y ser colgado en el famoso cuarto del artista.
Su hermana Ann Boch, también pintora, le compró a Vincent, el único cuadro que vendió en su existencia precaria, quién como muchos genios, subsistió en la miseria rodeado de obras de valor incalculable. De precio inalcanzable ¿cuánto vale una sinfonía de Beethoven?