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Música y literatura, eterna simbiosis

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No. 6.615, Bogotá, Domingo 23 de Febrero de 2014 

La poesía tal vez se realza cantando cosas humildes. 
Miguel de Cervantes

Música y literatura, eterna simbiosis

Por: Germán Borda, especial para Libros y Letras.

Dos artes, muy diversas y diferentes, literatura y música, han transitado desde hace siglos mano a mano. Los poetas han incitado a los compositores, y no resisten al embrujo  de la rítmica e imaginería de las palabras, y las convierten en melodías. Instrumentos evocadores acompañan ese periplo. Laudes, arpas, liras, cítaras y más recientemente, casi todos los disponibles. Pero en especial el piano y la gran orquesta.

También surgen las obras que intentan evocar un texto, sin palabras, el poema sinfónico. Nacen así composiciones geniales, citemos los preludios de Liszt y los maravillosos de Richard Strauss.

El teatro lo convierten  los poetas del sonido, en ópera. Muchos se han rasgado las vestiduras, es imposible unir la palabra a la música, discusión extensa. ¿Qué es más importante, la música o el texto?

Personalmente, pese a haber realizado incursiones en varias direcciones, he preferido navegar en un catamarán, asido a los dos rieles. Por separado. Para una muestra, parte de mi novela actual, aún en formación “El embrujo de la clave de sol”  la vida de los estudiantes latinoamericanos en la Viena de mediados del siglo pasado.

El personaje central, después del primer año de contacto con el mundo germano, que asume duro, siente el respiro, la lubricación y oxigenación de lo latino. Llega a Venecia, este su testimonio:

“Me levanté casi al alba, deseaba estar solo que nada ni nadie perturbara ese coito prodigioso con la ficción. Recorrí algunas calles. Pasé los puentes, semejaban escuadras de piedra, y escuché el desconcierto de cientos de gatos, corrían despavoridos, maullando. 

La plaza de san Marcos estaba solitaria, apenas unas pocas palomas transitaban por el adoquinado. El salón más íntimo y bello del mundo, dijo Napoleón. Los arcos del cuadrilátero, se correspondían como melodías, en una sinfonía pétrea. Frente a frente, poesía de la ensoñación, mientas escuchaba el eco de mis pasos avanzando rumbo a la basílica. Tres pisos de utopía, enfrentados, testimonian la lira de la simetría asimétrica.

La plaza, recóndita, calma, recuerda el nombre sereno de la urbe, “sereníssima”. Tiene el alma suave y sutil de un cuarteto de Schubert. Distrae de su atracción, la fuerza de la imantación, el “campanile”. Erguido, alto, perdido en el cielo adriático, concluye en una pirámide. Se ha opuesto con toda su existencia, la magnificencia de sus líneas, el rojo de sus ladrillos, al tiempo. Los embates que lo ha destruido y ha renacido como un ave fénix maravilloso, reconstruyendo sus vértebras.

Cierro los ojos, levantó la cabeza, aguzo los oídos para escuchar el sonido de la laguna. La relación de los remos que nacen con el alba. El ritmo quedo de las góndolas en su vaivén con las olas. Sigo en mi mente el sol que avanza desde el aire, la costa y playa de la urbe, como una cuadriga de leones. Envuelve con sus redes las entrañas y vértebras de la urbe; y las  cede al viento. Crea la escenografía y podio para las emanaciones, de ese lugar de leyenda y quimera, lanza sagas de la fantasía. Mi alma las recoge con la finura de la resonancia de un violín.

Mi imaginación impone un galope a los cuatro equinos de  bronce, dorados con disfraz de oro. Listos al galope desde los costados de la basílica. Me constituyo en su jefe de cuadriga y retrocedo, para avanzar, en la historia. Y  voy veloz hasta ubicarme en la sede principal de su acontecer y pasado, Constantinopla. Olvido sus peripecias, y para montarlos, me clono. Doto de sangre y nervio a los diez que trotan veloces por el mundo, dos en París y ocho en Venecia. Testigos y testimonios de la huella indeleble de Bizancio –San Marcos— incrustada en la eternidad veneciana. La única urbe que flota y vuela en las aguas.

La basílica es un monumento gigantesco, con  sus cúpulas, cebollas de hormigón. La enorme masa parece haber sido oprimida por un reducidor indígena de cabezas y monumentos. Se conjuga con el contrapunto inigualable de la ciudad y acopla su tamaño a los circundantes de la plaza. Los cinco domos concluyen con la imagen mortal y siniestra de la cruz. Y hacen juego pictórico, poesía de la construcción, con las iniciales. En el centro, el acceso, los arcos, que se expanden reproduciéndose en ecos, albergan la  puerta labrada, llamada de las flores.

Mientras mis ojos atónitos envían los mensajes sagrados a mi mente obnubilada, anestesiada por el arte, de la arquitectura mágica, me distrae el reloj. A la izquierda de la basílica, imponente con sus veinticuatro números importados de Roma. Los dos moros, laterales, golpean el tiempo cada hora. Un gong gigantesco expande los segundos de la existencia, persistente, ronco, y penetrante. Inexorables con el destino que avanza. Sus martillos permanecen lacios, descansando, listos para marcar la nueva dimensión del tiempo. Arriba,  la imagen de la urbe, el león alado.

El embrujo del atardecer… “la sereníssima” oculta y obnubilada por un sol incandescente. Poderoso, recalcitrante. El mejor balcón, “la muerte en Venecia”, avanzar desde el Lido en una  barcaza rumbo al muelle de San Marcos. Todas las cúpulas, el palacio Dogal, San Giorgio Maggiore, los palacios, las residencias de ensueño, las amalgama bajo el manto cerrado de las sombras. El astro las deslíe confabulado con las tinieblas. Las trasporta, escultor magnífico, al lienzo de las aguas.

Titilan en su reflejo

La urbe se oculta y el sol resplandeciente gira sobre sí mismo en círculos concéntricos, mientras las olas y las ondas absorben la arquitectura de los dioses. No hay sonido, ni melodías, mientras descienden al trasfondo de la aguas.

Calidoscopio que resquebraja, y solo deja espacio para el recuerdo, la añoranza. Instantes que regresaran alguna madrugada, como un rompecabezas de la quimera y de la entelequia”


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