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Una flor para Julio Cortázar

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Por: Fabio Martínez.
El 12 de febrero se cumplieron treinta años de la muerte del escritor argentino Julio Cortázar, uno de los autores más frescos e innovadores que tuvo el ‘boom’ literario latinoamericano, aquel que revolucionó las letras del continente a partir de su novela ‘Rayuela’, cuya estructura está armada en forma de rompecabezas.

Cortázar fue el escritor amado de la generación del sesenta, cuando aún existían utopías y el mundo no había caído en el pantano en que estamos metidos; cuando el mundo creía en el ser humano y no había sido reemplazado por las máquinas y los zombis virtuales.

El autor argentino fue el culpable de que una generación de latinoamericanos viajara a París en busca de La Maga y Horacio Oliveira. Creo que nadie los encontró. Los personajes de Cortázar eran de papel y pertenecían al mundo de la invención literaria.

En el café Georges, donde acostumbrábamos reunirnos, escuché algunas historias de exiliados latinos que afirmaban haber visto caminar a La Magay a Horacio Oliveira por el canal de San Martín, cogidos de la mano. Que los habían descubierto besándose en la isla de la Cité o entrar al cinema Republique, donde pasaban una película de Jean Renoir.

Los verdaderos escritores son aquellos que tienen la capacidad de crear personajes tan fuertes que, al leerlos, son más reales y convincentes que las personas de carne y hueso. Así eran los personajes del Cronopio; por esto el lector no solo los buscaba entre sus libros, sino también en la vida cotidiana.

Cortázar rompió con el lenguaje rimbombante y almibarado con que estuvo contaminada buena parte de la literatura hispanoamericana del siglo XX; y nos enseñó que en la literatura los personajes podían hablar coloquialmente, como se habla en la vida cotidiana. En ‘Rayuela’, el lenguaje de La Magay Horacio Oliveira es el argentino.

Aquella mañana del 12 de febrero yo estaba en mi mansarda, situada en un antiguo edificio de la avenida George Mandel, cuando entró a mi teléfono una llamada del escultor colombiano Alfonso Díaz Uribe, que me dijo: “Cortázar ha muerto; lo van a enterrar en el cementerio de Montparnasse”.

Llegué al cementerio. En ese momento, los hombres del camposanto estaban haciendo su oficio de tinieblas. Frente a la tumba del Cronopio pasaron varias delegaciones de países, que iban depositando sus coronas de flores. Miré entre los asistentes y alcancé a identificar al escritor argentino Oswaldo Soriano, quien moriría unos años después en Buenos Aires. Cuando la ceremonia terminó, un ‘punki’ sacó una cantimplora metálica, regó un chorro de brandi sobre la tumba y nos ofreció a un señor elegante de gabardina oscura, otro hombre que tenía una mirada triste, y a mí.

Al descubrir que los cuatro hablábamos español, nos fuimos a tomar un trago a un café en la esquina del bulevar Edgar Quinet. El señor elegante de gabardina oscura era el periodista español de Radio Deutsche Welle Ricardo Bada, hoy columnista de ‘El Espectador’; el punki venía del barrio Malasaña de Madrid, y el hombre de la mirada triste era el conserje del hotel Claridge de Buenos Aires, quien estaba de turismo por Europa. Con ellos compartí el último minuto de soledad del escritor argentino Julio Cortázar.


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