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La dicha de crear


Santiago Daydí-Tolson/ Tomado de Mediaisla. Todo está en la palabra. El mundo es un conjunto de palabras, la realidad un texto por descifrar. Y quien posee la palabra, quien la sabe decir en el encantamiento del poema es el poeta, el mago, el demiurgo, el que gozosamente la labra y la elabora para que los demás las leamos, también gozosamente.

Habla Juan Ramón del “trabajo gustoso”, oxímoron para muchos, pero perfecta caracterización de la labor del poeta —él mismo, por cierto— y de todo escritor. Gustosamente se entrega el creador a su oficio y por él, por cumplirlo, lo sacrifica todo gustosamente. En el acto de crear hay una dicha, un darse un gusto incomparables que todo auténtico creador —y no se piense sólo en el artista— reconoce con humilde e íntimo regocijo. No se le crea, por lo tanto, al escritor que declara y reclama lo contrario: la manida confesión de la angustia ante las dificultades para escribir, del sacrificio enorme que es sentarse a hacerlo, del trabajo ingente de horas y horas frente al monitor para no conseguir sino unas líneas inspiradas, del esfuerzo agobiador que ha de hacer quien se entrega a la difícil y sobrehumana tarea de escribir aunque no sea más que un verso. Por descomunal que ésta pueda ser, y aunque cumplirla agote hasta el desmayo, no se puede sino admitir que es sobremanera gustosa, que las demandas que les impone a las capacidades y talento del que la asume son una dicha. Por lo mismo, no se le crea tampoco al poeta que se lamenta en incontables versos de su pretendido don y de lo que éste le exige de dedicación y esclavizada entrega.
No hay horas suficientes en el día para el que escribe, ni noche suficientemente larga para el soñador que no sabe de horarios y confunde el sueño y la vigilia, reposo y trabajo. No hay calendarios, relojes ni agendas en el tiempo infinito de la creación; ni tiene otra urgencia el escritor que la premura de la inspiración que no espera. En fin, que no tiene tiempo el creador para preguntarse lo que a muchos nos preocupa a veces hasta la angustia: cómo pasar el tiempo, ese sucederse incoherente de la existencia. Pareciera no haber pasatiempo mejor que el del escritor que vence el tiempo creando lo inmutable: el texto, la inmarcesible obra de arte.
Muchas son las formas de pasar el tiempo, muchos los modos de desviarse —divertirse— de la realidad. Una de ellas puede ser el arte como distracción: producto diseñado para el consumo. No es éste, sin embargo, el producto de un trabajo gustoso —aunque pueda serlo en algunos casos—, sino el de un dictado mayormente ajeno a la curiosidad del espíritu creador que busca la dicha del descubrimiento más íntimo de lo indescifrable. Es, precisamente, en esa búsqueda deseante, como de minero que cava a ciegas en pos de la vena que de pronto brilla a la luz del fanal, en la que se goza la labor del arte. Es ese el pasatiempo —la gustosa labor— del escritor, que como todos, vive en el sucederse de las inescrutables horas.
Queda por saber por qué ha de ser gustoso el afán del creador. No será por la ilusión del aplauso, que raramente llega; ni por la esperanza del dinero, que es aún más esquivo con el artista. Fama y fortuna —ya lo sabían los antiguos, sabios que eran— son diosas caprichosas, enamoradas de un día, compañía veleidosa. Es otro el motivo de la dicha creadora, otro el origen del gustillo que calladamente goza el escritor cuando escribe, es decir cuando concibe y realiza. Es el placer absoluto de la divinidad, del intelecto que, en medio del caos, da la orden de que se ordenen los elementos en desorden y que de lo oscuro nazca la luz cuando en la pantalla en blanco —vacío donde todo es posible— escribe “luz”, cuando desde su torre de vigía el poeta grita “mar” y el mar se alza en la nada recreado. Cuando el espíritu se arremolina en viento de palabras y es el primer día, el génesis: el mundo de nuevo cada día.
Cómo no ha de ser gustoso ese cumplir con lo que el maestro dictó, instando a la maravilla: no hay que cantar la rosa, por mística que sea, sino crearla. Y, pequeño dios que es el poeta —el creador diría un griego— no puede hacer de la rosa una rosa sino como dios hizo todo lo existente y como Adán le dio sentido a lo creado: nombrándola. Todo está en la palabra. El mundo es un conjunto de palabras, la realidad un texto por descifrar. Y quien posee la palabra, quien la sabe decir en el encantamiento del poema —de todo lo escrito creativamente— es el poeta, el mago, el demiurgo, el que gozosamente la labra y la elabora para que los demás —mudos de nacimiento—las leamos, también gozosamente.
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