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Juan Ramón El Loco del burro

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No. 6.539, Bogotá, Jueves 28 de Noviembre del 2013 

No hay ninguna lectura peligrosa. El mal no entra nunca por la inteligencia cuando el corazón está sano. 
Jacinto Benavente

Juan Ramón El Loco del burro

Por: Germán Borda/ Especial para Libros y Letras

Moguer es la continuación y final de un rosario de pueblos blancos enmarcados en el cielo diáfano de Andalucía. La poesía, que descubrieron los griegos y todos los habitantes de las costas mediterráneas, el níveo con su marco azuloso traslúcido.

La urbe, podría decirse y materia de discusión, no tiene una plaza. O puede contradecirse, tiene muchas. Una, quizás la más bella es la de las monjas, más un salón que una plazuela. Respira aún el recogimiento del convento de Santa Clara, que la bordea. Su arquitectura, maravillosa, guarda increíbles logros del arte religioso. Es una joya. Sin embargo, fue claustro obligado de muchas nobles, destinadas allí, de orden de sus padres, de por vida y de por muerte. Jamás salían, una vez ingresadas, su cadáver permanecía en el cementerio intra muros. Las hijas de Cortés se convirtieron en monjas a los cuatro años, espero que la memoria no me falle, podría ser a los cinco.

Esa paz conventual que domina la plaza, en épocas pasadas era triturada, cuando se escuchaba un extraño galope. Y era muy bizarro, pues se trataba de trote de asno. Lo montaba un ser raro, con los pies lanzados delante, sobresaliendo del cuerpo de la bestia, la cabeza atrás, compitiendo con la cola. Cabeza enfundada en un sombrero alón y una gabardina gris, completaban la vestimenta de esa aparición. Los niños salían despavoridos gritando, “el loco” “el loco”

y lo mismo decían la beatas —múltiples en el pueblo— y lo repetían los señores, señoritos y señoritas y damas de alcurnia.

Ese personaje enajenado, era Juan Ramón.

Aclaremos, cuando en España se dice, Federico, todos saben que se trata de Lorca. O don Miguel, se divide entre Cervantes y Unamuno. Don Antonio, es sin lugar a equivocación, Machado. Y juan Ramón, el jinete que nos ocupa, el excelso

Y extraordinario poeta, premio Nobel de literatura, Juan Ramón Jiménez.

Si bien el poeta podría tomarse con un ser extraño en cualquier lugar, quizás en Moguer, su urbe natal era aún más sobresaliente. Antigua sede de marinos sabios, “Los Niño”, actores fundamentales del primer viaje americano y tantas otras familias de estibadores, marineros, constructores de  naves, se había trasformado en lugar de campesinos y uno que otro burócrata. Juan Ramón, escritor d poesía, con su psique a cuestas, entraba y salía de casas de reposo, melancólico y huraño, depresivo y otras veces donjuán avezado, resultaba en ese pueblo un mosco en leche. Un dinosaurio en una tienda de antigüedades. Pero amó siempre ese lugar

“Te llevaré Moguer a todos los lugares y a todos los tiempos, serás por mí, pobre pueblo mío, a despecho de los logreros, inmortal”

Te he dicho Platero que el alma de Moguer es el vino, ¿verdad? No; el alma de Moguer es el pan. Moguer es igual que un pan de trigo, blanco por dentro como el migajón, y dorado en torno -¡oh sol moreno!- como la blanda corteza.

Su poesía, a veces muy intelectual, otras indefinible e inclasificable, confundía a sus coterráneos. Un pequeño ejemplo:

“Ocaso

Oh, que sonido de oro que se va/de oro que ya se va a la eternidad; /qué triste nuestro oído, de escuchar/ ese oro que se va a la eternidad, este silencio que se va a quedar/

Sin su oro que se va a la eternidad.

El asno, Platero, parece acercarlo a la muchedumbre y a la realidad”

Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...

La fama de la obra, Platero y yo, trasciende los límites geográficos, del lenguaje  y se proyecta en el tiempo. No es aventurado decir, que casi todo niño lo ha leído en los más diversos idiomas y se insiste en que fue ese el pilar fundamental para otorgarle el nobel. Un extenso y bello poema en prosa.

Los literatos españoles elevan al nivel del mito a los animales, Cervantes cabalga, en ancas de Rocinante, mientras exista el tiempo del hombre. Más directo, Juan Ramón, galopa a ritmo de asno en Platero. Ambos, bestia y poeta, hacen un pacto, se glorifican el uno al otro. Avanzan, Platero y él, por las callejuelas de Moguer rumbo a la inmortalidad.


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