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La vida de los libros usados

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Por: Juan Gabriel Vásquez/ Tomado de El Espectador.

Sólo se me ocurre una cosa más triste que la desaparición de las librerías: la desaparición de las librerías de segunda.

 El riesgo me parece bajo, de todos modos, pues ninguno de los entusiastas de la muerte del libro de papel ha averiguado todavía qué hacer con todos los que ya existen, estos tercos objetos que siguen siendo tan funcionales hoy como lo fueron el día remoto de su publicación. Yo, sin ir más lejos, tengo una maravilla que me regaló hace 14 años el escritor Mario Mendoza: los cuentos de Edgar Allan Poe en la traducción de Charles Baudelaire. El libro es de 1856, y aquí está: no se le ha acabado la pila ni se le ha borrado la memoria. Lo abro y lo leo como lo han hecho todos los lectores por cuyas vidas ha pasado en este siglo y medio. Pues esto tienen los libros usados: una vida. Han pasado por varios lectores, y si uno tiene suerte, de esos lectores quedan rastros en el libro usado: rastros que uno puede cazar y que producen una felicidad más bien banal, fetichista y entrometida que sólo pueden entender los que pierden el tiempo en las librerías de segunda.

Hace poco encontré, en una de esas librerías, uno de los últimos libros que el gran Isaiah Berlin publicó en vida. The Crooked Timber of Humanity, que se ha traducido al español como El fuste torcido de la humanidad, es una recopilación de ensayos políticos donde están la elegancia, la sensatez, la clarividencia y el profundo humanismo que convirtieron a Berlin en una de las conciencias morales del fin de siglo. Pero mi ejemplar guardaba otras felicidades. Era un regalo del autor a su amigo Arnold Goodman, y ahí estaba entonces una nota manuscrita de Berlin: “Para Arnold, de Isaiah, con admiración, gratitud y afecto. Oxford, diciembre, 1990”. Esa tarde lo empecé a leer, y entre las páginas 46 y 47 me encontré un recorte de periódico con este titular: “Lord Goodman deja 510.000 libras”. Goodman, el destinatario del libro dedicado, había muerto a la edad de 81 años. Por el recorte supe que era abogado, que aconsejó legalmente al príncipe Carlos tras la ruptura de su matrimonio y que en los años sesenta y setenta fue un importante negociador político: uno de esos hombres que, tras bambalinas, dan consejos, hacen contactos y arreglan problemas.

El recorte no daba la fecha de su muerte, así que la busqué en Internet: mayo 12 de 1995. Cinco años habían pasado entre la dedicatoria del libro y la muerte del destinatario. Pero los muertos no dejan sus propios obituarios entre las páginas de sus libros: ¿por qué manos habría pasado este volumen en ese tiempo? Entre las páginas 116 y 117 me encontré con una posible respuesta: una invitación, fechada el 15 de abril de 1991, a la reunión inaugural del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo. “El gobierno de Su Majestad”, decía la tarjeta timbrada, “solicita el honor de la compañía del Señor Patrick Mordaq”. Y me entretuve un momento pensando si Goodman le habría prestado el libro de Berlin a Mordaq, si Mordaq habría dejado la invitación entre las páginas, si Mordaq habría conservado el libro hasta la muerte de Goodman y luego dejado allí el recorte sobre su muerte. Y me pregunté también por qué habría de interesarme todo eso, estos rastros de vidas ajenas que pasaron por el libro que ahora es mío.


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