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“Efión nene batabá bongó”

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“Efión nene batabá bongó” 

(“Sangre de un congo bebió el bongó”) 

Por: Carlos Colón C./Última Parte 

No deseaba ir a la cita que le habían puesto el gobernador García Girón y el inquisidor Mañozca. Sabía que entre esos dos se urdía un plan siniestro para matar y descuartizar a Benkos y él se resistía a ser cómplice de ese crimen. Querían darles una lección a los esclavos negros que seguían huyendo hacia los palenques. “Yo no los azuzo para que abandonen a sus amos, pero tampoco puedo impedirlo y menos expulsarlos de mis territorios”, le contestó en una ocasión en que le reclamó desolado al rebelde por las constantes deserciones. 

Su deseo era permanecer en esa batea de sensaciones gratas y pensamientos tristes, donde el agua fresca limpiaba las heridas de su cuerpo. ¿Pero y las de su alma? Sí, quedarse allí en esa laxitud y silencio de la madrugada, agrietado sólo por el deslizar de los astros en el firmamento, y el tímido canto del cenzontle que él algún día escuchó en Verdú cuando era un pequeñín tembloroso y muerto de susto entre las sombras del amanecer. No recordaba a su madre. Su llanto siempre fue de orfandad, pues un niño que carece de madre es huérfano absoluto así tenga padre. 

Sus miedos se los tragó el llanto. Irremediablemente tenía que desembocar en Dios que es el único capaz de llenar el vacío que deja una madre desaparecida cuando somos apenas una terneza. 

Los tambores, siempre los tambores. ¡Los tambores de Domingo Bioo! No, los tambores de Benkos Biohó, el único nombre que acepta ese guerrero indomable que no se doblega ante el Rey de España, ni ante el Dios del Rey de España. 

Los tambores de Benkos Bihojó, tan violentos y salvajes como el Rey de la Matuna, tal como él se hace llamar, lo han estado torturando durante toda la noche. A veces los escucha dentro de su pequeño recinto, y en otras ocasiones su tam tam parece provenir del mar. No cesan jamás. Lo único que lo atormenta de los negros son sus tambores y sus bailes. Él está convencido de que cuando danzan en las playas, a la luz de la luna, excitados por la cadencia de los tambores y ebrios por la guarapa, los posee el demonio. 

Mis tambores, nuestros tambores, no pueden parar. Son nuestras voces de libertad que vuelan sin ataduras como los pájaros del cielo y ningún blanco será capaz de someter. Nuestros tambores nos permiten conversar con nuestros dioses y son las voces que nos hablan de nuestra procedencia y de nuestra esencia. Somos negros, negros del África, traídos a estas tierras por la fuerza de las armas de fuego de los blancos. Esto lo tendré siempre presente y lucho todos los días para que mi pueblo no lo olvide, hasta que llegue el momento de la redención y podamos volver a morar bajo el cielo que nos vio nacer. 

No me importa que mis tambores no le gusten a Pedro, sé que se los ha quitado a los negros que se reúnen con blancos en la casa de lenocinio. Ni siquiera a Pedro le permitiría que me despojara de mis tambores. ¿A Pedro le gustaría que le arrancaran el alma de la que tanto habla? ¿Qué haríamos los negros sin tambores? Yo mismo no podría entenderme sin mis tambores, es como cortarles las alas a las aves que vuelan gozosas por encima del viento y las tormentas. No entiendo el odio de Pedro por los tambores porque él no odia a los negros, lo sé. Es más, creo que es el único blanco que ama a los negros, los demás nos desprecian porque el tenernos como esclavos es sentir rechazo por nosotros a los que incrustan una marca de vergüenza en nuestros cuerpos. Quisiera marcar a todos blancos para que sientan lo que nosotros sentimos. Quisiera darles latigazos a los blancos hasta arrancarles la piel para que aprendan lo que duele. Quisiera violentarles sus mujeres para que sepan cómo se sufre. Pedro, tú serías el único blanco que yo me llevaría para África. Soy Benkos Bihojó, el Rey de la Matuna. 

No, el padre Claver no lo traicionó, me lo aseguró después la amita María de Meza, por el contrario, me dijo, la tarde de ese día que lo tomaron prisionero, lo estuvo buscando desesperadamente para alertarlo y que huyera a sus palenques y no volviera por Cartagena. Pero todo fue infructuoso. Benkos se internó por el camino que conduce a la Popa, asediado por las caderas trémulas de una mulata que tenía la misión de seducirlo con su sensualidad. ¡Y lo consiguió! Gran parte del día estuvo siguiendo el rastro de amor esparcido que la negra apasionada iba dejando con claros signos de mariposeo, tal como hacen los leopardos cuando dejan señas olorosas en los arbustos para atraer una pareja. Hipnotizado siguió Benkos ese rastro que la alcahueta marcaba con toda la intencionalidad de ser apremiada en un desvarío irremediable de desenfrenos, avivados por la premura de la impudicia. 

Allá va Benkos Biohó persiguiendo a la negra en celo, luciendo sobre sus hombros la capa roja que el propio gobernador García Girón le había regalado personalmente empezando la mañana. Su olor, que él sigue hechizado, se mezcla con el salitre y la polvorosa de los caminos que levantan las ventiscas provenientes del mar. Está enceguecido de pasión, pasión que lo hace irreflexivo sin poder medir el peligro. Saciada su sed de libertinaje regresa a la cordura y se encamina a la supuesta cita que le ha puesto el padre Claver, pero ya es demasiado tarde y su destino está sellado puesto que no podrá encontrarlo para alertarlo de la traición. 

Benkos, Benkos Bihojó, no te extasíes mucho en estos parajes que aun cuando hermosos y parecidos a los tuyos, no son los tuyos. Acá te trajeron a morir encadenado sirviéndole a un hombre blanco ambicioso y cruel. Tus mujeres son vejadas, obligadas a aparearse a punta de látigo. De allí nacen seres desvanecidos que no son negros ni blancos. Seres sin memoria que ya no recuerdan África. Seres que no aprenderán a cazar el búfalo o enfrentar el león. Seres que acogerán sin gritar el Dios de Pedro Claver, el menos perverso de los blancos, pero después de todo blanco. Seres confusos y resignados que no amarán ni odiarán con pasión. Seres que por siempre caminarán detrás de los blancos, no a su lado o delante de ellos. Seres con marcas de propiedad en el cuerpo y en el alma. 

Francisca Angola quedó ofuscada con la aparición del espíritu. Apenas se levantara la amita María le preguntaría si ella sabía algo de lo que le dijo la aparición. Era su madre, no cabía la menor duda. A pesar de que estaba muy oscuro, sus ojos de candela estrepitosa que siempre tuvo relampagueaban alucinando la noche. Le rezaría una oración al Dios que le había infundido el padre Claver, y le pediría permiso a la señora para ir muy temprano a la misa del domingo. Entró a la barraca en donde dormía con otros esclavos y su hijo a quien le dio un beso en la mejilla. El niño se removió en la cama y dormido le habló: “Mama, se me apareció en sueños mi abuela y me dijo que los soldados del gobernador apresaron a mi padre”. Se quedó paralizada conteniendo la respiración esperando escuchar algo más del chiquillo, pero luego de unos minutos de inútil expectación salió silenciosa como una sombra al suspiro de las últimas estrellas que se apagaban entre el alborozo de los primeros soles. 

Se persignó como le había enseñado el padre Claver. Entonces sus labios, estremecidos de dolorosos presentimientos pronunciaron el nombre de Benkos Bihojó, y sus ojos recónditos de aturdidas nostalgias se llenaron de lágrimas.

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