No. 6.379, Bogotá, Domingo 21 de Abril del 2013
Un libro de cabecera no se escoge, se enamora uno de él.
José Luis de Villalonga
El grano de arena de un pensador
Oración por la paz (II Parte)
Este texto fue escrito con motivo de la marcha por la paz y la reconciliación que se realizó el miércoles en todo el país.
Por: William Ospina/ Tomado de El Espectador. Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno carnaval del consumo. Pero esos países que divinizan el consumo, como los Estados Unidos y Europa, por lo menos han tenido la prudencia de garantizarles primero a sus pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita, salud para todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se esfuerza por ofrecer empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí al rebusque desesperado, ni a la mendicidad, ni al tráfico violento de todas las cosas.
Si por lo menos cumpliéramos con brindar a los ciudadanos las prioridades básicas de una vida digna, no sería tan absurdo que nos predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así tenemos que pensar con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo indiscriminado es una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos ecosistemas ricos y preciosos, que producen agua y oxígeno para el mundo entero.
Colombia es un país de tierras bellísimas y de climas benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos, donde el clima exige millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en un paisaje maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y estridentes, el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa felicidad? La desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima de todo.
La naturaleza no es una mera bodega de recursos sino un templo de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una manera mezquina de administrarlo han convertido este templo de la vida en una casa de la muerte.
Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la paz. Sus enemigos no sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a una violencia que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía de sangre. Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al horror, y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se perdió, Colombia se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio siglo es posible que por falta de paz y de solidaridad haya muerto en Colombia otro medio millón de personas.
Y cada día que tardan en firmar un acuerdo el gobierno y las guerrillas, más muertos de todos los bandos, más víctimas, se suman a esa lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos: bajo la sombra de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las ciudades, la violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia intrafamiliar, el desamparo, la ignorancia.
Pero es que lo único que detiene a la mano homicida es sentir que lo que le hace a su víctima se lo está haciendo a sí mismo. Lo único que detiene esa mano es la compasión, y para que haya compasión hay que sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la vida, efímero, precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin ese respeto profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí mismo.
Pero para que haya ese afecto profundo por los conciudadanos hay que haber sido educados en la generosidad, bajo unas instituciones generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en su infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete, que valore a los otros?
Por eso es tan ciega una sociedad que no da nada y en cambio pide todo. Que da adversidad, obstáculos, discriminación, pero pide a los ciudadanos que se comporten como si hubieran sido educados por Sócrates o por Francisco de Asís. El Estado se volvió irresponsable, los ciudadanos le perdieron el respeto al Estado, y el Estado les perdió el respeto a los ciudadanos. En ningún país se exigen tantos trámites para cualquier cosa. Y el que está en desventaja es el que no tiene recursos para sobornar, para abreviar los trámites, para correr con éxito de oficina en oficina. Con mucha frecuencia el estado no facilita la vida sino que es un estorbo para las cosas más elementales.
Las cárceles están llenas de seres que no recibieron nada, que fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a los que la sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les exigimos respeto a los que nunca fueron respetados.
Es necesario gritar que nuestro pueblo no es un pueblo malo sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo maltratado y admirable vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo, vamos a pedirle que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle que, a cambio de un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de perdonar.
No hay ceremonia más difícil y más necesaria que la ceremonia del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que perdonar: no la dirigencia mezquina ni la guerrilla que tomó las armas contra ella. Y sin embargo todos tendremos que participar, humilde y fraternalmente, en la ceremonia del perdón, si con ello abrimos las puertas a un país distinto, más generoso, que deponga las armas fratricidas, que abandone los odios y que construya un futuro digno para todos, pero sobre todo un futuro de dignidad para los que siempre fueron postergados.
Desde hace 65 años pedimos la paz, suplicamos la paz, esperamos la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni esperarla. Si se logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrillas, tenemos que construir la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una democracia sin trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la paz con verdadera generosidad. Y la única condición para que esa paz se construya es que no maten la protesta, que no aniquilen la rebeldía pacífica, que dejen florecer las ideas, que permitan a este país grande y paciente ser dueño de sí mismo y de su futuro.
Esa paz que construiremos será un bálsamo sobre esos miles de muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces sin dolientes, a veces sin un nombre siquiera sobre su tumba.
Entonces sabremos que la paz no es sólo una palabra, que la paz es convivencia respetuosa, prosperidad general, justicia verdadera, campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas protegidos, ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que devolver su pureza.
Y que otra vez haya venados en la Sabana y bagres sanos en el río, que salvemos la mayor variedad de aves del mundo, que vuelen las mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de Aurelio Arturo vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que haya hombres y mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo Cubillos, y que el viajero que encontremos por los campos a la luz de la luna no nos produzca terror sino alegría.
Que haya cantos indios por las sabanas de Colombia, y arrullos negros en los litorales, y que las armas se fundan o se oxiden, y que haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a México y a Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el continente, y que sólo una industria se haga innecesaria y necesite ayuda para cambiar su producción: la industria de las chapas y los cerrojos y los candados y las rejas de seguridad, porque habremos logrado que cada quien tenga lo necesario y pueda confiar en los otros.
Porque la paz se funda en la confianza y en la sencillez, y en cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y mil códigos. Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese país nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y los labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso.
Que hasta los que hoy son enemigos de la paz se alegren cuando vean su rostro.
Que llegue la hora de la paz, y que todos sepamos merecerla.