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Entrevista con el escritor Rodolfo “Fito” Celis

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Entrevista con el escritor Rodolfo “Fito” Celis
Entrevista con el escritor Rodolfo “Fito” Celis



“Si me salvé de esa muerte que alcanzó a mis amigos de infancia fue solo para escribir de ellos, de mí, de lo que nos pasó”



El último duelo del hombre pez es la primera novela de Rodolfo FitoCelis, poeta y gestor cultural nacido en el Copey, Cesar, en medio de la guerra en Colombia. Una entrevista con el autor sobre su libro y otros temas recurrentes en su obra diversa.


Por: Juan Sebastián Lozano*



Rodolfo Celis Serrano es poeta, profesor y tallerista literario en Bogotá; ha ganado concursos de cuento y crónica. En 2021, Himpar editores publicó su primera novela.


El último duelo del hombre pez es una diatriba furiosa en primera persona, repleta de poesía, de metáforas poderosas, de referencias literarias y de cultura popular; un libro completo heredero de la prosa contundente de Fernando Vallejo, pero que también bebe de las atmósferas marginales de Rulfo, y de la imaginación de García Márquez. Es una novela barroca, pero ágil, como Lezama Lima corriendo en una película de Chuck Norris, un libro muy literario, pero que puede disfrutar un gran público. La historia incluye además un pasaje sublime sobre la muerte de Diomedes Díaz, y una teoría sobre el vallenato que no les gustará a sus promotores, entusiastas de las élites de Bogotá y Valledupar. Este libro es un gran acierto de Himpar, editorial joven que ya goza de gran prestigio entre los lectores más exigentes.


Su novela tiene una gran riqueza rítmica, sintáctica y lexicográfica. Para nuestro clásico Fernando Vallejo esto es fundamental para que un escritor sea bueno de verdad. ¿Cómo fue el proceso de escritura, planeó mucho o se dejó llevar por la historia mientras escribía?


Yo dejé que la misma corriente de la escritura me llevara, con la seguridad del nadador que va a alguna parte en favor de la dirección del agua. En un comienzo tenía solo una situación narrativa, una excusa para lanzarme a contar: un hijo regresa a Valledupar a acompañar la agonía de un padre, que era una experiencia propia. Y tenía ciento sesenta palabras de un estado en Facebook que había escrito en esos días. Allí fijé mi punto cero. Desde allí me tiré al agua. Dejé que la sensación de pérdida, los sentimientos, los recuerdos, le dieran vuelo a la narración. Que encarnaran en escenas concretas, que luego se articularon en capítulos. Pero tenía un problema, no sabía cómo terminaba la historia que quería contar. Eso me detuvo un par de años en que acumulaba cuartillas, pero no sabía adónde iba. Luego, un día, di con el final. Cuando apareció el final ya sabía que ese era el final. Y entonces sí, me lancé a reescribir lo precedente con ese horizonte en mente, pero también permitiéndole respirar a la historia, dejándome llevar por el embrujo de las palabras. Dejé que la novela fuera a su aire, que una oración me llevara a la siguiente, pero sin olvidar el puerto de llegada. Y una vez puesto el punto final, vino el proceso de reescritura. En eso estuve dos años. Esa parte del trabajo me gusta porque es donde soy más consciente de las palabras. Yo soy un enamorado de las palabras. Me gusta sentir cómo suenan, qué asociaciones producen, cómo se combinan unas con otras, qué significados contienen. 

La palabra es la unidad básica de toda historia y cada palabra cuenta, cada una importa. Una sola palabra mal dicha puede arruinar un párrafo, una novela, una vida. Creo que para escribir se necesitan tres cosas. La primera, dominar el idioma en el que escribes. Eso no implica conocer las cien mil palabras del español, sino producir algo decente con las tres mil que tienes. Lo segundo, es el dominio de la técnica; y lo tercero, las historias que llevas dentro. Y sí, en su tiempo leí mucho a Vallejo, siempre he admirado su trabajo con el lenguaje, esa capacidad tan suya de retorcer el idioma para hacerle decir lo que precisa.


En su libro vi a Rulfo, a García Márquez, pero estos dándose puños con Poe y Lovecraft, mientras García Lorca cantaba y recogía florecitas. También se siente la influencia de Fernando Vallejo, claro, maestro de la diatriba, en el caso de él contra la madre, en el suyo contra el padre. Háblenos un poco de sus gustos literarios e influencias.

Yo no sé cómo construye uno su panteón particular, ni cuánto hay de cada libro leído, pero un día todo eso está ahí y flota de alguna manera. El maestro Carlos Castillo me dijo una vez que debajo de cada historia uno podía calcular cuántos libros, cuántos autores, cuántas lecturas había. A Horacio Castellanos le preguntaron cuántas novelas debían leerse para escribir una novela y él dijo que cuatrocientas. Me parece una cifra apropiada. Eso pasa, uno se enamora y desamora de ciertos escritores, de ciertos libros, pero de todos quedan cosas. Por supuesto que he leído a muchos autores del canon literario en tiempos de esponja. Nombres impajaritables que siempre serán referentes. García Márquez, Borges, Rulfo y Fernando Vallejo, por citar algunos latinoamericanos, de los que he tomado lo que he sentido servía a mi proyecto. Así como Dostoievski dijo en su tiempo que todos los autores rusos habían salido del capote de Gógol, todos los autores caribeños hemos vivido un tiempo sin pagar alquiler en Macondo. Gabo es un maestro, pero es peligroso dormirse a su sombra. Puede intoxicar tu escritura. Mi apuesta es meterlo en la coctelera con otros escritores, batir mucho y ver qué tutti frutti sale de allí. Entonces, en El último duelo del hombre pez hay guiños a Gabo, son evidentes, pero hay otros 238 referentes. Por supuesto, hay un rastro grande de Vallejo y Rulfo en la construcción del discurso del narrador y de los personajes. 

Hay una influencia directa de la Carta al padre de Kafka. Pero también rastros de autores vivos como Pablo Ramos, Tomás González, Leila Guerriero, Salcedo Ramos, Abad Faciolince, Sergi Pamies, Etgar Keret. Por ejemplo, yo pensé mucho en El olvido que seremos mientras escribía mi novela. Pensaba en ella para tomar distancia, para moverme en las antípodas. En eso, uno escribe con un santoral en la cabeza, pero también a contracorriente de cierta literatura institucionalizada, mojigata, convencional.


Portada de "El último duelo del hombre pez" de Rodolfo Celis
Portada de El último duelo del hombre pez de Rodolfo Celis

 


Gabo es un maestro, pero es peligroso dormirse a su sombra. Puede intoxicar tu escritura. Mi apuesta es meterlo en la coctelera con otros escritores, batir mucho y ver qué tutti frutti sale de allí. 


¿Cuánto de autobiográfico tiene el libro? ¿Lo enmarcaría dentro del género de la autoficción?


Tiene mucho de autobiográfico, como un 80%. Los eventos centrales de la novela ocurrieron en la realidad. Los personajes principales aparecen con sus nombres propios. Pero tampoco es una crónica exacta, verificable, de mi vida. Entonces, sí, El último duelo del hombre pez es una novela de autoficción. Desde el principio mi proyecto fue ese, escribir una novela intimista, metaliteraria y autoficcional. Procuré aprovechar el barro que la vida había puesto en mis manos para moldear algo con eso y salió una novela. Pero todo está pasado por el tamiz de la literatura. Ya dijo Godard que el cine era la vida sin las partes aburridas y esa idea se puede aplicar a la autoficción. Se trata de contar eso de literario que puede haber en la vida de uno, seleccionando bien cuáles trozos tienen potencial literario, dónde hay que torcer los hechos para que funcionen en el marco de una novela, qué cosas alterar, cuántas elidir, cuánto más negar, silenciar o cambiar para que la novela sea lo que debe ser, una novela.


En el libro dice que el vallenato no existe, el que lo lea se enterará de sus argumentos, pero cuéntele algo del tema a los lectores de Libros & Letras.


Eso es lo que dice el protagonista de mi novela, que el vallenato no existe. Que no hay una música que se llame vallenato. Veamos. Hasta mediados del siglo pasado no existía eso que ahora llamamos vallenato y que no es sino una mezcla de ritmos previos que sí existían, pero que fueron organizados bajo un nuevo nombre. Un nombre que no es inocente. Ya se sabe, las cosas se nombran para dominarlas, categorizarlas, estudiarlas, explotarlas. Sí existía la puya o el merengue o la cumbia. Existían como géneros distintos. Pero no había una música que tuviera identidad propia y se llamara vallenato. Tampoco fue que después del sesenta se inventó algo nuevo. Se inventaron aires como el chacunchá o la nueva ola, que ya ni los mismos vallenateros saben si es o no es vallenato. Es lo que en la novela se dice, que la palabra vallenato es una convención, un nombre, que por obra y gracia de ciertos mandarines y ciertas cacicas se le chantó a cuatro músicas distintas. Y una vez convenido el nuevo nombre se fundó un festival y se escribieron libros y se pregonó a todos lo vientos que existía el vallenato y todos comieron y bebieron de él sin cuestionar el dogma. Y lo demás es literatura.


La banda sonora del libro es sobre todo el vallenato (así no exista). García Márquez dijo alguna vez que "Cien años de soledad" es un vallenato de 350 páginas. ¿El suyo también sería un gran vallenato o anti-vallenato (nueva ola)?


García Márquez dijo mucha tontada y más tontos los que repiten sus tontadas sin cuestionarlas. Pero qué culpa, Gabito creció en un mundo sin redes sociales, sin doscientos canales de televisión, sin ebooks, fútbol a full color ni porno gratuito. Cien años de soledad es literatura pura y dura. Tiene el ritmo de la palabra escrita, pero no es música. Habla de un Caribe de plantación del que también hablan ciertas canciones viejas, por ejemplo, las de Guillermo Buitrago. Eso del vallenato de trescientas páginas es ganas de compadrear, de mamar gallo, de vacile efectivo. Era su pose, querer decir que obra nacía de la tierra, que no había leído, que se había bajado de un palo de mango y ya poseía las historias, que su arte consistía en contar como contaba su abuela, pero eso es carreta. Hay cientos de académicos que han seguido sus pasos y que ya han demostrado cómo fue adquiriendo el estilo, cómo iba escribiendo la novela aun cuando no la escribía, cuánto tiempo y cuánta literatura pasó por sus ojos mientras tanto. Algo así pasa con mi novela, si me hubiera quedado escuchando músicas de acordeón en una mecedora en El Copey nunca habría escrito tres páginas seguidas por lo menos decentes. Si acaso habría compuesto un paseo o un merengue. Pero no, en El último duelo del hombre pez hay literatura que canibaliza mucha música y mucho cine y muchas vainas más. La canibaliza para ser literatura, solo para eso. Entonces el vallenato (ya dijimos que no existe, pero usemos la convención) aparece al menos de tres maneras. Primero como banda sonora. Suena vallenato todo el tiempo porque es una novela que ocurre en lugares donde suena esa música. Segundo, hay un correlato que avanza en paralelo con la trama principal y que se relaciona con la figura de Diomedes Díaz, que opera como un padre simbólico de las masas populares. Y tercero, es un tema que le interesa al protagonista, quien mantiene una relación de amor-odio con esa música, en tanto hace parte de su identidad, la tiene enraizada muy adentro, pero también sabe que esa raíz tiene su veneno, una ideología peligrosa, arribista, violenta, machista, de la que quiere tomar distancia. Eso es.


Entrevista con el escritor Rodolfo “Fito” Celis
Entrevista con el escritor Rodolfo “Fito” Celis

 


(...) en El último duelo del hombre pez hay literatura que canibaliza mucha música y mucho cine y muchas vainas más. La canibaliza para ser literatura, solo para eso.

¿Cuáles son sus vallenatos (llamémoslos así para abreviar) preferidos?


Así a bote pronto, sin pensar mucho, digamos cuatro temas que bien podrían ser otros. "Páginas de oro", de Hernán Urbina Joiro; "La zoológica", de Nafer Durán; !El siniestro de ovejas!, de Carlos Araque; y "El pájaro carpintero", de Juancho Polo Valencia.


En sus crónicas, ganadoras de concursos, nos habla de la tragedia de personajes muy cercanos al conflicto armado colombiano. ¿Cuán cerca ha estado del conflicto?


Te diré esto. Yo nací en medio de un cultivo de marihuana, durante la bonanza marimbera, en la Sierra Nevada, entre Aracataca y Ciénaga. De hecho, María Teresa Ronderos dice en su libro Guerras recicladas que en la vereda en que yo nací, Mocoa se llama, y para las mismas fechas, fue donde se fundó el primer grupo paramilitar moderno en Colombia: las autodefensas de Adán Rojas, compadre de Licho Jaimes, el patrón de mis papás. Esto es solo un indicio, pero no es gratuito. Si mi familia estaba sembrando la yerba era porque las muchas violencias previas los habían llevado hasta allá. Y si uno nace en los montes de este país, la dichosa Colombia profunda, en algún momento la guerra le toca a la puerta. Es lo que a mí me pasó. Yo crecí en la zona rural de El Copey, hacia la Sierra, en los años más duros del conflicto y allí vi y viví de todo y, al final, casi sin querer queriendo, me le fugué a la candela. Aprendí a convivir con todos los actores, a decir que no sabía cuando sí sabía, a ver cómo se iban los muchachos con los muchos ejércitos, a enterrar en silencio a los muertos y a tener memoria, para después contar, para por lo menos salvar tantos nombres del olvido. En eso, a veces me parece que si me salvé de esa muerte que alcanzó a mis amigos de infancia fue solo para escribir de ellos, de mí, de lo que nos pasó, porque yo empecé a escribir casi como un imperativo moral cuando las pesadillas ya no me dejaban dormir. Pero de eso no va El último duelo del hombre pez, que va de otra guerra, una guerra contra un enemigo más hijueputa, el padre.

Y si uno nace en los montes de este país, la dichosa Colombia profunda, en algún momento la guerra le toca a la puerta. Es lo que a mí me pasó. 


¿En cuál género se siente más cómodo? ¿En todos igual, o hay uno que prefiere? ¿O no le importa mucho el tema y lo que le interesa es la fusión?


Yo me considero escritor a secas. No soy poeta, ni novelista, ni cronista. Escribo a como me vienen los temas y en la forma literaria que más se ajuste al contenido que tenga entre manos. Así he ido quemando cartuchos en cada género. Empecé con un libro de poesía, luego incursioné en la crónica, di el salto a la novela y tengo en remojo una colección de cuentos. Sí puedo decir que he ganado varios premios en crónica y que eso se agradece, pero no querría encasillarme u obligarme a escribir en un solo registro. Qué va, el escritor escribe y escribe a como quiere y puede.


Háblenos de su labor como tallerista literario y gestor cultural.


Bueno, pasa que yo estudié literatura y mientras estudiaba me embarqué en proyectos culturales de lo más variopintos. Quizá fue que encontré cómplices para echar a rodar una revista llamada Surgente, un cineclub y otras tantas apuestas colectivas. Eso me enseñó a gestionar y por ahí, porque estaba en la tarea de la literatura desde los barrios del sur de Bogotá, terminé metido en el campo de las escrituras creativas. Asistí a talleres con distintos escritores (Guillermo Linero, Pedro Badrán, Cristian Valencia, Carlos Castillo), hice la maestría en la Universidad Nacional, donde obtuve una tesis meritoria con El último duelo del hombre pez (novela asesorada por las escritoras Alejandra Jaramillo, Fernanda Trías y Marta Orrantia) y, mientras tanto, me convertí también en maestro de otros escritores en formación. 

Es un oficio en el que llevo una década y que me gusta mucho, porque me obliga a repensar lo que creía sabido, a aprender para enseñar y enseñar para aprender.


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Sobre el autor: *JUAN SEBASTIÁN LOZANO.

Escritor y periodista colombiano. Su libro de cuentos La vida sin dioses fue publicado en 2021 por Calixta Editores. 

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Instagram: @JuanSLozano22



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