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La refundación colombiana de lo mítico. Pablo Montoya habla sobre "La sombra de Orión"

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Por: Natalia Consuegra


Entre el “Sálvese quien pueda” y el “Venga a ver qué hacemos” trajina la vida de un país que aún no supera los episodios más atroces de su historia. Pablo Montoya, ganador del Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra, nos cuenta en La sombra de Orión, su novela más reciente, sobre Pedro Cadavid, un profesor universitario al que se le presenta la misma disyuntiva cuando se encuentra con la realidad de la comuna 13 de Medellín tras los estragos de la operación militar que tuvo lugar en octubre de 2002.


A través de la relación de Pedro con Alma, una joven estudiante que vive en un barrio de la difícil zona montañosa en la capital antioqueña, Montoya reconstruye la historia de esa comuna con sus fincas loteadas por las familias campesinas que huían de la violencia política; las casas para los obreros, iglesias y escuelas que vinieron después; las inundaciones y deslizamientos; y los enfrentamientos de los grupos armados. El autor lo hace reivindicando el poder de la narrativa de ficción, que sigue colándose entre las fisuras y llenando los vacíos que no siempre logran resolver la inmediatez de cierto periodismo o la rigurosidad de la academia, a veces tan lejana. Montoya narra para recordar y establecer un punto de partida desde el cual el lector puede ampliar su mirada sobre el mundo.


Es ahí donde emergen la poética y el poder de la ficción, que se religan con la poética de la tragedia, producto de la realidad misma. Entonces encontramos que las operaciones militares son nombradas Orión, Saturno, Fénix o Santuario, y los barrios donde las comunidades viven sus calvarios se llaman Belencito Corazón, Las Independencias, Nuevos Conquistadores, Antonio Nariño. Unas y otros resuenan como promesas, mitos o anhelos; son los contrastes en un país de paradojas. Para Montoya, todo empieza desde la forma en que nos nombraron como país: “Nos llamamos Colombia en referencia a Cristóbal Colón; nos metieron el gol de celebrar a un personaje que no es digno de eso, ni mucho menos de que un país lleve su nombre. Desde ahí comienza la relación con los nombres y todo está atravesado por una retórica muchas veces oficialista. Por ejemplo, Nuevos Conquistadores: ¿quiénes son ellos?; Las Independencias: ¿qué tipo de independencias son? Sabemos también que el barrio Juan XXIII fue bautizado así por la visita de ese papa, y hay uno que se llama Villa Laura como homenaje a la monja que hizo un trabajo social muy grande e importante con las comunidades barriales; ahí el nombre tiene otra connotación. Pero detrás hay muchos símbolos y muchas imposiciones, ideas de lo que queremos ser y de lo que creemos que nos funda”. El escritor también opta por resignificar los nombres propios y nos habla de La Comuna, La Universidad, El Mago (en referencia a Pablo Escobar) y el Ausente (así denomina al Estado). El lenguaje como apuesta se carga de un poder simbólico que transforma el modo en que vemos la realidad desde la literatura.


La sombra de Orión rememora uno de los episodios más agudos en la historia reciente del país en muchos de los matices de una violencia que el autor denomina “intestina y atávica”. En un barrio de La Comuna se erige un busto para recordar a una mujer que fue violada, asesinada y descuartizada, y es inevitable pensar en distractores y eufemismos. ¿Cuáles son las trampas de la memoria hoy? Montoya considera que “Estamos celebrando, en general, una memoria pasiva. Recordamos y denunciamos las injusticias de nuestros conflictos pasados, pero no hemos sido capaces, como colectividad social, de detener las de ahora. ¿De qué sirve recordar la violación de los derechos humanos de ayer, si no podemos detener los de hoy? Ahora bien, poner estatuas de mujeres vejadas en zonas donde la cotidianidad está sostenida sobre un machismo brutal y hegemónico es tratar, sin duda, de reducir la violencia masculina. Pero ¿hasta dónde una actitud así resulta efectiva, si no va acompañada por una acción educativa, cultural y social en donde la mujer sea puesta en el sitio que merece?”. Aunque destaca iniciativas valiosas como la labor de la Comisión de la Verdad, reconoce que como sociedad mantenemos una deuda enorme con los muertos, aún invisibilizados, y las víctimas, constantemente revictimizadas.


Sobre el protagonista de la novela, un profesor de literatura, le pregunto qué representa o significa serlo hoy en Colombia -como lo son Cadavid y él mismo- y si considera que es, como lo manifiesta uno de los personajes, “un renacimiento futuro”. Me dice que ha sido docente del área desde hace más de veinte años y siempre ha ejercido el oficio sin olvidar que también es escritor: “En este sentido, trato de enseñarle a los estudiantes lo importante que es conocer la tradición literaria. Pero también les señalo lo crucial que es leer con sentido crítico. Ser profesor de literatura, en cualquier parte del mundo, es transmitir la pasión por los libros, la lectura y la literatura. En Colombia sería, además, practicar el descontento ante los atropellos de toda índole que atraviesan la vida de este país”.


Al respecto, algunos analistas ven a Pedro como el alter ego del autor, y es inevitable identificar algunas similitudes entre los dos. ¿Qué tanto hay de Pedro Cadavid en Pablo Montoya? El escritor afirma que aquel es, ante todo, un personaje de ficción, pero hay correspondencias entre ellos: “Las principales serían que ambos son escritores y se preocupan por desentrañar desde la literatura las dinámicas de la violencia colombiana. Ambos son antinacionalistas, antielitistas y descreen de las armas. Ambos piensan que es fundamental desmontar el proyecto nacional colombiano, fundado por castas políticas, religiosas y militares regresivas e intolerantes, y construir otro más acorde con los nuevos tiempos. Ambos son sensibles al arte y se apasionan por la historia. Ambos creen que escribir es una forma de la rebeldía, la disidencia y la resistencia”.

Uno de los personajes más interesantes de la novela es un músico creador de la sonoteca que recoge los sonidos del barrio y la ciudad. Para Montoya, los sonidos de Colombia hoy son los de los ríos, los cantos de las aves y la vida en el campo, pero los más importantes son las voces de las víctimas, los jóvenes, las comunidades, los líderes sociales y ambientales; las voces de toda la gente que ha salido a las calles a protestar, a cantar, a decir, porque “necesitamos sanarnos”. El autor cuenta que la sonoteca se inspiró en parte en Miguel Isaza, un músico y compositor de Medellín al que conoció en una exposición de performance sonoro en el MAM. Es un salón oscuro lleno de cojines, donde invitó a los visitantes a escuchar los sonidos puros de la ciudad que ha recopilado durante varios años; “Me impactó tanto que lo contacté y me invitó a escuchar su sonoteca, y encontré que a través de ese personaje podía contar una parte de la historia, referida a cómo se escucha la ciudad en su expresión más pura y natural, y cómo todos esos sonidos nos dicen algo que va más allá de las palabras mismas, que trascienden ese orden y nos expresa una ciudad que bulle”. Para el escritor, los jóvenes de hoy están recogiendo una diversidad de sonidos en su estado puro para expresar un conjunto de realidades que no siempre pasan por la palabra, lo que permite un acercamiento diferente a lo que sucede todos los días en las zonas más complicadas de esa ciudad viva y maltrecha.


La de Montoya no es una literatura complaciente, pues pone sobre la mesa temas incómodos que muchos prefieren ignorar: “Una editora colombiana muy prestigiosa decía, en una entrevista reciente, que Colombia necesitaba una especie de literatura frívola. Aunque sé que es difícil escribir y leer sobre temas arduos sobre la condición de este país malogrado, me distancio del todo de ese tipo de literatura. Jamás podría escribir, en tanto que autor colombiano o latinoamericano, libros frívolos, o neutrales, o cosas de ese estilo”. Para él la gran literatura, o al menos la que más le interesa, es la que está atravesada por la crisis: “En esta dirección, lo que escribo se funda en la gran injusticia y la poderosa violencia en que ha vivido la criatura humana desde la Antigüedad hasta nuestros días. Y al hacerlo, trato de limpiarme de ellas y de que el lector sienta algo similar. Cuando me lo han preguntado, respondo que en mis libros los protagonistas están maravillados con el aprendizaje del arte y la búsqueda de la belleza, pero al mismo tiempo son golpeados por el horror de la historia y la intemperancia humana”.

Cierro la conversación preguntándole cuál es la obra de la literatura colombiana que, como lo dice Pedro, mejor aborda “las crisis incesantes del país”. Sin pensarlo, menciona La vorágine como la gran novela -no suficientemente valorada- que muestra esa Colombia en la que un hombre, Clemente Silva, busca a su hijo desaparecido y que es, al final, el país que hemos sido siempre. Habla también sobre Cien años de soledad y su mirada particular de la masacre de las bananeras; considera que, aunque es una obra “muy local, pues transcurre en un pueblo de la costa, logra contar esa tragedia que refleja lo que es el país, el mundo invisibilizado del mestizaje y el Caribe que hasta entonces no había sido retratado de una forma tan profunda”.





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