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“El viento de los aleros”, relato de Alejandro Molano, ganador del Mundial de escritura

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El escritor colombiano Alejandro Molano resultó ganador de la quinta edición del Mundial de Escritura que organiza Santiago Llach en Argentina. El jurado conformado por Amy Fusselman (Estados Unidos), Lina Meruane (Chile) y Jorge Volpi (México) definió los textos ganadores de la categoría general, junto con el voto proveniente del público, en la que Molano se hizo al primer lugar por “El viento de los aleros”.

A continuación compartimos el relato*

-Aquí ya ni huele a mierda, con todo y que está lleno de humedad. Vea ese musgo en las paredes, hasta se tragó el almanaque de los cigarrillos esos; se ve más clarito ahí -me dijo Marta, parada frente a la ventana, a contraluz, con el trapo renegrido en la mano que dejó en reposo sobre la cadera y la boca como pronunciando una u señalando la huella en la pared-. Y todo está lleno de tierra: por donde una toca, queda con las manos cuarteadas.

Regresamos a la casa, tras 22 años de haber salido del valle, porque habían dicho que solo iba a estar el Ejército en la zona; que los paras, los narcos y la guerrilla ya no volverían, y que harían la titulación de la tierra en la que vivimos desde que el papá del tatarabuelo José María había adquirido el baldío, luego de 20 años de tumbar monte a punta de machete, construir y cultivar, hasta ese 23 de octubre de 1998.
Volvimos e incluso el televisor seguía conectado y la ventana que recién había cambiado mi mamá conservaba el vidrio entero. Le habíamos dado una pasada con un trapo que se mantenía guardado en una de las gavetas de la cocina.
-Voy a hacer tinto. Traje la cafetera y ya conecté la pipeta de gas, así que los fogones deberían funcionar -le respondí, dándole la espalda y dirigiéndome hacia la puerta de la habitación.
-Mire, Juan, la muñeca de la niña, todavía estaba guardada aquí, en el cajón de la mesa.
Me asomé desde la cocina con la caja de fósforos a medio abrir.
-Pero debe estar llena de bichos.
-Sí, pero ya muertos todos. Las telarañas que había adentro no tenían ni una araña -respondió Marta dándole una ojeada a la muñeca por un lado y por otro.
-No encienden los fogones. Habrá que limpiarlos, supongo.
-Ya voy y les pasamos el cepillo. Seguro está todavía en el lavadero de atrás.
En el lavadero, además de la ropa, también nos bañábamos a totumadas. Yo solía ser el primero en hacerlo, muy de madrugada; luego mi mamá bañaba a la niña; mi papá lo hacía cuando volvía de ver los sembrados, y Marta, en las tardes, al llegar del trapiche donde trabajaba.
Atravesé la puerta que daba al solar, me recosté en el lavadero de concreto, nacido de yerbamala y mosquitos, y me quedé mirando hacia el guayabo que había saliendo para la quebrada.
-De allá no sé si se pueda sacar agua todavía. Acompáñeme y miramos.
-Eso, porque aseo es lo que hay que hacer.
Cuando regresamos de la quebrada, con un par de totumas rotas que encontramos a un lado del solar, Marta se quedó buscando el cepillo entre la maleza que cubría el rincón del lavadero. Estaba como nuevo, apenas cubierto de una capa fina y blancuzca de polvo que limpió con el trapo renegrido que se había colgado del cinturón. Me mostró ese detalle con sorpresa.
Yo fui a buscar la muñeca de la niña porque quería saber si al tocarla recordaría mejor a nuestra hermanita, su olor, el sonido de su voz, la textura de su cabello. No funcionó. Mientras la dejaba en su sitio, logré ver en el fondo del cajón unas hojas de papel, dobladas. Tenían la letra de mamá. Llamé a Marta y le entregué la segunda. Abrí la que estaba encima y empecé a leer cómo habían llorado ella y mi papá cuando nos fuimos, las historias que le inventaban a la niña, lo que le respondían a la gente que preguntaba por nosotros y cuántas veces habían vuelto los de la tropa por la finca hasta ese día.
Marta se sentó a leer en el borde de una de las sillas podridas y dejó el cepillo sobre la mesa. Mientras yo leía, ella movía la cabeza de un lado al otro. De pronto, se detuvo, arrugó la carta contra su pecho al levantarse y salió corriendo hacia el solar.
Dejé la carta sobre la mesa y el cepillo ya no estaba. Aunque parecía que no lo hubiese tomado ella, su cambio repentino no me dejó prestarle atención. Me fui tras ella y la vi caminar hacia la quebrada, hasta el guayabo. Marta estaba ahí, mirando un par de cruces en concreto y cal, ambas con la misma fecha: 23 de octubre de 1998. La de la derecha tenía su nombre y algo que había sido una fotografía. Marta señaló hacia la inscripción de la de la izquierda y me miró.
-Mire, Juan, la suya.


*Texto y foto cortesía del Mundial de escritura



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