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El país de los ausentes

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Por: Álvaro Mata Guillé*

Entre los años 1994 a 1997, Jorge Arturo escribió su libro El país de los ausentes, radiografía de un lugar en el que se institucionaliza, haciéndose costumbre y norma, la censura del espíritu, la que mutila la voz distinta, la ontología de la negación que enflaquece la vitalidad y el pensamiento crítico, proscribiéndolos: “A mi país lo fundan cuerpos de baba/Lo habitan lenguas rapadas”/“Siete son las provincias para el miedo”, nos dice, describiendo un lugar llamado Costa Rica, donde “nadie brilla y todos se sacan los ojos”, en el que “los habitantes hormiguean/ocultando sus voces y todos se arrancan la piel”, convertidos en “harapos al sol para los territorios donde” su pobladores “clavan sus huesos. -Esta es nuestra tierra-” insiste en decirnos, habitada por “cuerpos de baba”, los que “fundan el país de los ausentes”, donde acecha el recelo, florece el resentimiento y la envidia, priva el encierro y el ocultamiento.  

Pero hacer el retrato del entorno cultural que padecemos, también nos deletrea, nuestro lenguaje se alimenta tanto de los signos como de las imágenes que estructuran al país de los ausentes del que hablamos: su valores, sus odios, sus carencias humedecen nuestra piel, permea nuestra voz, obligándonos –si no queremos sucumbir a la mutilación que provoca el contexto– a tomar distancia, a apartarnos de lo ominoso que nos envuelve y preguntarnos –nuevamente– por lo que somos, los porqué de la historia o aquello que constituye nuestros cimientos, hasta encontrarse con uno mismo, es decir, rastrear las raíces volviendo al origen, al conocimiento-sabiduría, que adormecido en nosotros-nosotras, nos puede conciliar, nos reencuentre, nos nutra, permita comprender e ir a otro lugar, como demandaba el oráculo de Delfos a la entrada del templo de Apolo: el buscarse a sí mismo que nos constriñe a ir más allá de las apariencias que encubren el lenguaje, dejando atrás fórmulas y conveniencias e intentar, no solamente vislumbrarnos ante la inmensidad de la bóveda de piedra, también a reconstruirse y enunciarse, pues implica su mandato, un inicio, no un final o un propósito: un reformular, un decirse otra vez, retornando para ello al lugar donde destruimos y reconstruimos el lenguaje en diálogo con nuestra soledad, desnudándonos ante la infinitud del abismo, como sucede en la poesía, el teatro o la danza, que yendo “al antes” del sonido articulado en signo, donde fulgura el mito, se palpa lo sagrado y los sonidos se transforman en imágenes, cantos y danzas, donde el grito prorrumpe desprovisto de ataduras, de corrección moral o dogmas, puesto que su fuerza vital –la del canto de Dionisio nos diría Nietzsche– nos regresa a la mismidad de las entrañas apropiándose del cuerpo, del sentir enfrentándose al entorno y a sí mismo, que al lograr expresarse reformula los enunciados que pesan sobre el nosotros-nosotras, dibuja y desdibuja el ser otros-otras: lo mismo, el aquello, lo distinto, a pesar que “la libertad –la de cada uno-una– pueda ser un grillete”, y al escribirnos, el ser se escinda “expulsado de sí/entre en la vida roto en dos persiguiéndose”, aunque al decirse “el país lo señale si camina”, como lo hace todavía, cuando alguien –cualquiera– busca explicar y explicarse y ese-esa dice no, se burla o carcajea del dogma, del mentiroso o la pureza, pero sabiendo, como lo sabía Jorge Arturo, que aunque estén “apunto de capturarlo/no les huye/puesto que sabe que nunca podrán alcanzarlo/aunque lo encuentren/nunca podrán apresarlo aunque lo prendan/y esparzan su titilar de polvo por cualquier lado”.

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«En El país de los ausentes, la condición existencial que deletrea Jorge Arturo, la que padece –y se padece– en la sociedad costarricense, remonta sus cimientos a la colonia, al miedo y la inhibición que prospera alrededor de la jerarquía del patriarca...»

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En El país de los ausentes, la condición existencial que deletrea Jorge Arturo, la que padece –y se padece– en la sociedad costarricense, remonta sus cimientos a la colonia, al miedo y la inhibición que prospera alrededor de la jerarquía del patriarca, de la misoginia que ama lo estéril y el mutismo, junto a la normativa inquisitorial que traen los nuevos pobladores que arriban a aquella provincia, al lindero del Reino de Nueva España, afincados en el feudalismo-Edad Media, cuyos derroteros nublan crítica y disidencia, borrando la pluralidad de entidades enclavadas entre dioses-diosas, sumiéndose en la miseria que bulle, se abre paso por la selva y da lugar al encierro del campesino-conquistador-patriarca, donde la pobreza prevalece y el recelo que aísla a los pobladores de los caseríos, los que edifican sus ranchos –sus finquitas, sus parcelas– lejos unos de otros aunque colinden. Miseria, penuria, que explica la “igualazón” del costarricense que corta la cabeza del que la asoma, pero atrayendo también, a esas condiciones del encubrimiento y la mordaza, las preguntas-certezas que de vez en cuando –como es el caso del libro de Jorge Arturo– aparecen en el quehacer literario: la necesidad de escribirse –reinventar-percibir–, confundidos por el dolor, el rechazo o el deseo, describiendo el vacío que yace en la enormidad del empíreo o en el mucho ruido que llevamos oculto en el pecho, sabiéndonos “habitados por muertos que sueñan/un país dónde sentarse a la mesa a devorarse/y meter su cabeza entre el hueco que escarban en el pecho”, sin poder escapar a veces más que en el tránsito del no-lenguaje que enuncia los cantos que nacen en la poesía, evadiendo las circunstancias que condicionan lo que hemos sido y somos, extendiendo además las preguntas-críticas al orden de las cosas, a la construcción posible de otro lenguaje-identidad, de otro lugar-país, sabiendo, como sabemos también, que a pesar del titubeo que nos embarga, que nos constituye la incertidumbre del no-saber, el misterio destella a veces entre las sombras, aunque permanezcamos imbuidos en los derroteros que nos acechan “en esta tierra de devoradores”, que se corroen a sí mismos “arrancándose la piel” hasta la ceniza. Pero si la imposibilidad se impone como el modelo que inhibe el lenguaje: “¿En dónde se hallará la palabra, en dónde resonará?”, prorrumpe nuevamente Jorge Arturo, buscando respuestas a su escepticismo, citando para ello a T.S. Eliot y respondiéndose con lo escrito por el autor de la Tierra Baldía: “No aquí / no hay bastante silencio/ni en el mar ni en las islas / no, en la tierra firme / en el desierto o en las tierras de lluvias/para aquellos que andan en tinieblas, / así en el día como en la noche, / el tiempo justo y el lugar exacto no están aquí, / no hay lugar de gracia / para aquellos que andan entre el ruido / y niegan la voz” .

No aquí, ni en el mar ni en las islas”, ni en las tierras de lluvia habitada por una serpiente sin alas”, pero es aquí, entre dos mares, entres islas o tierras de lluvia, que discurre el largo intento por decirse, aunque las respuestas se escapen y emerja más incertidumbre o titubeo, porque, ¿En dónde se puede descubrir el silencio si no es aquí o en el vacío que provoca la ausencia, es decir, la llegada de la muerte? ¿Cómo hacerlo si abruma –nos habita, nos posee– el mucho ruido de aquellos “que niegan la voz” derruyendo la disidencia de las preguntas? ¿Es entonces la poesía el lugar, el espacio, que permite no sólo el reencuentro, el sueño o la manifestación del misterio, también develarnos y develar el entorno? ¿Es la poesía el allá que permite palparse a sí mismo, la comunión que vislumbra en los entretelones del lenguaje, la conversación que, al dejar atrás fantasmas y miedos, al abandonar la miopía de nuestra imposibilidad, ilumina el acontecer, descubre el centelleo de otro rostro, de otra voz?. Respondemos sin responder. A cada afirmación le aparece otra pregunta, otro inicio, pero teniendo la certeza que al insistir en la otra orilla –en el lugar que da forma a la poesía– no sólo nos alejamos del bullicio, también nos dibujamos delineando al otro-otra, pues al alejarnos de la negación que mutila el espíritu, al ir más allá del ruido o al acercarse a aquellos que andan en tinieblas, damos voz a los sin voz, damos rostro a los sin rostro, lenguaje a la niebla que en lluvia el sentir y se revela en nosotros-nosotras, en “ese lugar que nos posee por un instante la pluralidad, lo múltiple, los ecos que pululan en la remembranza, en la memoria anclada en el tiempo sin tiempo de los ancestros, transformándose en un “balbuceo de escarcha”. 

Intento de dar voces al vacío, de enunciarnos desde el aquí, de tener un rostro, una voz, una historia que posibilite encontrarse en la penumbra, entrecruzando caminos, tomando distancia, alejándose de sí, del lugar fundado por cuerpos de babas, de fantasmas, de escombros, “golpeando golpeando / quemándolo todo/mascándose mascándose”, pues “vienen desde la entraña vienen / las manos de púas/los engendradores / los palabreros / los chilladores / los arrastrados / vienen / vienen a fundar-a seguir fundando-el país de los ausentes”.

*Todas las citas pertenecen al libro El país de los ausentes, de Jorge Arturo. 

*Ávaro Mata GuilléPoeta, ensayista, gestor cultural, dramaturgo y colaborador literario de Libros & Letras.

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**Las opiniones expresadas en www.librosyletras.com son responsabilidad exclusivas de su autor. 

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