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Liliam Moro: “Un túnel al fondo de uno mismo”

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Liliam Moro: “Un túnel al fondo de uno mismo”

Cuando de pronto todo me cae encima 
y siento que tengo cosas que decir, 
me palpo los bolsillos, el pelo, el corazón 
pero no encuentro las palabras. 

Como si la memoria 
fuera el papel ardiendo de un periódico 
y se van consumiendo entre las llamas 
lo dicho y por decir, 
lo recordado y lo olvidado, 
y las letras crepitan, se hacen humo 
que se pierde en el aire 
para que no se encuentren las palabras. 

Ahí, frente al espejo, 
ya no veo mi rostro 
sino la ausencia de palabras. 

Las sabias, las justas, las precisas, 
las que heredamos pero no elegimos, 
esas que se quedaron sin sonido 
como un nudo de miedo en la garganta 
para que no las halle en ningún sitio 
que esté fuera de mí. 

Pero las otras,
las infames, las zafias, las inútiles, 
aquellas que articula lo que no se comprende, 
el falso resplandor de las tinieblas, 
la primera y la última palabra: 
las del amor y el caos 
no una de las dos 
sino las dos, inevitablemente juntas 
siempre conmigo.

Liliam Moro


Por: Álvaro Mata Guillé*

Convivir con la extrañeza, con la del otro o la otra, con la nuestra o con la que baña el entorno, nos obliga a coexistir con lo plural: a buscarnos en la otra voz, en lo distinto, en lo ajeno, en el misterio que habita y envuelve cada cosa, obligándonos también a construir un lenguaje –como especie o como personas– que de sentido al porqué de nuestro estar aquí, que justifique los estertores de nuestro cuerpo y la incertidumbre ante la inmensidad que subyace bajo la bóveda de piedra, que revise constantemente nuestras creencias, lo posible o lo imposible de nuestras ideas, viendo y palpando nuestra piel, lo que somos, suponiendo que sabemos lo que somos, aunque al hacerlo tengamos para ello que gritar y nada se escuche, sólo el mutismo del entorno que retorna, sólo la monotonía de un día tras otro diluido en lo efímero, sólo la angustia que brota como gotas enfrentándose a lo incierto de no saber todavía a dónde nos iremos o de dónde venimos, qué es lo otro, qué es aquello, quiénes somos, más allá de la certeza que propicia la niebla, la lluvia que humedece la noche, el polvo, los huesos.

La extrañeza –verla-palparla– es el núcleo vital que posibilita, desde la casa del silencio donde nos perfeccionamos, desde las sombras que entretelan el origen –desde el fondo del túnel de uno mismo–, interrogar los espejos que arropan el lenguaje –la realidad, lo normal, las reglas– e intentar construir un rostro, el rostro de cada uno con su mirada, su sentir, sus escondrijos. Es una conversación –un diálogo– que ocurre desde adentro, nos dice Liliam, sumida en la quietud o en el rubor del otro-otra que somos, del otro-otra que asoma en cada intención o gesto, procurando, en ese ejercicio que retorna al origen, al que llamamos también poesía, canto o teatro, reencontrarnos, volviendo a lo primario, dejando de lado la retórica, el manoseo de lo sentimental que corrompe el lenguaje o la impostura, el engolosinamiento del ego, el dogma de la religión o las ideologías, los que paralizan los nombres, los corroen, los pervierten, paralizan la realidad. 

La convivencia –con el yo, el vos, el nosotros– es un hecho de la existencia, una práctica vivencial, un vínculo con la memoria, aunque la memoria sea el lugar del caos, nos insiste Liliam, el antes del lenguaje que emerge en el canto-poesía o el teatro (consecuencia del disentir de nuestras preguntas, de las diversas voces que emanan de nuestro cuerpo) que enfrentan a las verdades únicas, que como monolitos, intentan detener el tiempo; enfrentan la mirada del déspota que convierte todo en lo mismo, pues se olvidan –las verdades, el déspota, los dogmas sentimentales o los preceptos que dictan los tiranos– de nuestro tránsito, de nuestro ir de una sombra a otra, olvidándose de nuestra inmersión en el titubeo que acecha entre las sombras, como lo sabía Liliam Moro y lo constataba, sabiendo además que debemos decidir –ella, nosotros, aquella, el de al lado, porque se decide, aunque a veces nos distraigamos con lo eterno– el permanecer.  



En el silencio nos perfeccionamos, allá, en la otra orilla donde nace el canto-poesía y el ritual redescubre el mito, es decir, el lugar que desnuda al lenguaje uniéndose al sentir y a la significación del grito que se sabe solo ante la bóveda de piedra, ante el recuerdo poblado de voces de ancestros y otros recuerdos; en el allá, ante el abismo que se abre con su inmensidad de sombra, el lugar donde emerge el lenguaje y nos reencontramos con los nombres, en el fondo del túnel de uno mismo al que regresamos palpando nuestra orfandad, cuando escribimos, cuando leemos, cuando dejamos las teorías y reaparece el canto. Pero el silencio Liliam, lo sabías –lo viviste, lo padeciste– tiene dos rostros: el de nuestra voz, la que habla sin hablar desde la otra orilla y palpa nuevamente los nombres, el de lo plural y la comunión, y el silencio que habita el mausoleo, el que humedece las lápidas que procuran las dictaduras, el de la oscuridad que reside en los cementerios. En uno nos buscamos regresando al origen para conciliarnos, perfeccionándonos en el antes, donde emerge el canto-poesía –la danza, el teatro, la pintura– y nos exploramos procurando ser libres, asumir el pensamiento, el sentir de nuestra voz y ser otros, ser otras, ser nosotros-nosotras, y el silencio del horror, el horror que creíamos había pasado de moda y para salvarnos, los buenos que se dicen salvarnos, nos mutilan, nos suprimen, nos barbarizan; el silencio del horror que imponen las dictaduras –estas, aquellas, rojas, negras, verdes, amarillas– que con su odio a lo diferente, acallan al otro-otra, por su voz, por su deseo, por su mirar, por sus gustos distintos, utilizando para ello también los nombres, otros nombres y formas: el del mutismo, que con su imposición, conlleva el exilio; el de la censura, que con su miedo o la tortura, momifica el rostro, detiene el grito; el de la exclusión –la del humo, los crematorios, las fosas– que obliga a enmudecer, a olvidar, a olvidarse. 

Y entonces, en ese entonces cuando todo pasa sin pasar y el presente se hacía aire entre las manos, cuando nos creíamos eternos, morían nuestros gatos y nuestras convicciones, y no nos dábamos cuenta tampoco, en ese transcurrir adolecente junto a la extrañeza y a la búsqueda de uno mismo, que el silencio y lo eterno se abrazan, que lo eterno no es una abstracción que acontece en los cielos o el infierno, en la idolatría de las religiones, de las tiranías o las buenas intenciones que procuran los padres o madres, los que pretenden paralizar –eternizar– lo cotidiano petrificando la pluralidad en el dogma, sometiéndola –intentando someternos– a una sola imagen, a una sola idea, un solo credo, una sola realidad que hace del instante un único instante que es el mismo siempre: castración del tiempo detenido sin tiempo, la quietud sin cambio, sin que nada se transforme, pues no hay preguntas ni dudas, tampoco lo distinto acaece en la eternidad, pues en el mundo de lo totalitario, lo mismo es siempre lo mismo: el mismo rostro, los mismos nombres, nada cambia. 
Pero te decía Liliam, que aunque el silencio y lo eterno se abracen, aunque lo eterno someta al silencio y paralice el acontecer, detenga el transcurrir, como bien contás en tus textos, sin saber, con nuestra propia angustia como muchos-muchas, otras-otros, de dónde venimos, qué somos o a dónde vamos, inmersos en la incertidumbre y el caos que nos constituye, hay un momento –en el ayer, el mañana, el antes, el  después, cuando sucede cualquier cosa– que percibimos, que nos damos cuenta –cuando no queda tiempo para cambiar el mundo, cuando no queda tiempo para cambiarnos a nosotros– que lo que somos se vestirá de noche, que las sombras cubrirán los días, nublarán las horas, para siempre, 
pues el siempre y el nunca es lo mismo en lo eterno, 
en el silencio. Hasta pronto Liliam
un abrazo que vaya más allá del destello, más allá de la quietud y el recuerdo, 
que apacigüe la angustia, la tuya, la nuestra, 
en lo incierto. 


*Álvaro Mata GuilléPoeta, ensayista, gestor cultural, dramaturgo.

**(En colaboración para el Dossier Homenaje a Liliam Moro, que coordina Héctor Manuel Gutiérrez, Miami. EEUU) 


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