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La diosa de agua, nuevo libro del escritor Juan Carlos Méndez Guédez

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La diosa de agua. Cuentos y mitos del amazonas (Editorial Páginas de espuma) reúne la sabiduría y la tradición de un culto contemporáneo mestizo (indio, negro, criollo y español) convertida ahora en literatura por el escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez.

En este nuevo libro, su autor profundiza y establece la escritura de mitos y leyendas que durante décadas han pasado de boca en boca en los pueblos sudamericanos. 

Compartimos un fragmento de "La mujer y el tigre", uno de los cuentos que hace parte de La diosa de agua.


La mujer y el tigre

Cuando cumplió quince años los padres de Karibay la encerraron en su casa; esa casa amarilla que se ve después de Villanueva, como quien va a Sicarigua y se desvía; mucho antes de La Vigía y Sanarito, justo en medio de los dos araguaneyes y el curarí. 
        “No vayás al río, no salgás cuando aparezca el sol, no salgás cuando sea de noche”, le dijeron con fuertes voces. 
        Afuera el mundo es malo; no hay nada interesante para mirar. Te quedarás con nosotros y así te prepararás para cuidarnos cuando estemos viejos”. 
        Karibay quedó silenciosa. Por las ventanas miró las lomas con los cafetales florecidos y pensó que una mirada no bastaba para despedirse. Extendió sus brazos, extendió sus dedos como quien quiere tocar la textura de las piedras, pero su padre la golpeó con una vara de bambú y le dijo que preparase las arepas, que sirviese el suero, que ordenase la ropa en los armarios, que colocase las trampas para espantar los osos, que prendiese las candelas del fogón en…

        Pasó el tiempo. Karibay no salió jamás de su casa. En la época de sequía pasaba horas quitando las garrapatas de la piel de sus padres; en la época de lluvia limpiaba con esmero sus ropas llenas de fango. 
        Y así.
        Años tras año.
        En los amaneceres, su papá buscaba agua en el río y llenaba la pipa hasta el borde. 
        Karibay se miraba en el agua. 
       “Ná guará, soy bella” descubrió un día al asomarse a la pipa. Tocó el líquido para refrescarse el rostro y recordó que cuando todavía podía salir al camino muchas personas le hablaron de María Lionza, la diosa de la montaña, una mujer poderosa, de pechos grandes y músculos firmes que vivía en lo más alto de Sorte, nadando entre cascadas y pozos.
        Karibay miró el agua de la pipa y le habló con palabras muy lentas: “Decile a María Lionza que le mando un beso, decile que estoy encerrada, decile que quiero irme de aquí”. Y esa misma tarde, Karibay puso la pipa de agua en el punto exacto donde entraba un rayo de luz. El sol pegó muy fuerte ese día, el agua se evaporó y se fue al cielo y cuando llegó y se volvió nube viajó hasta Sorte, y al llegar a la parte más alta de la montaña llovió sobre el pozo más alto de los pozos más altos y al empapar a María Lionza le llevó las palabras de Karibay. 
        María Lionza oyó la historia. Luego llamó al Negro Felipe y a Guaicaipuro, sus dos hermanos, los dos espíritus más próximos a su reinado y les ordenó que bajasen a casa de la muchacha y averiguasen qué sucedía.


        Una mañana, mientras los padres de Karibay habían salido, Guaicaipuro y el Negro Felipe se asomaron a la casa amarilla. No pudieron entrar; la puerta estaba cerrada con candados, las ventanas no podían abrirse porque el papá las había fijado con clavos y en la entrada, el hombre había pintado con sangre de chivo una cruz al revés que traía malas fuerzas a todo espíritu luminoso que intentase acercarse.
        Por un pequeño agujero en la pared el Negro Felipe y Guaicaipuro le dijeron a la muchacha que al día siguiente harían algo para alejar a sus padres y le explicaron lo que ella debía decirles en ese instante.

        Ya era de mañana; la muchacha preparaba las arepas del desayuno cuando el negro Felipe se asomó por la ventana de la izquierda y su piel era tan oscura tan oscura que por ese lado de la casa parecía noche, y por la otra ventana se asomó Guaicaipuro y en su piel llevaba pintadas tantas figuras de arcilla azul que pareció que por ese lado de la casa estaba amaneciendo.
        - Va sié cará. ¿Qué está pasando?- dijo la mamá de Karibay- Por la izquierda parece que es de noche, por la derecha parece que es de día.
        El papá miró las dos ventanas y se puso pálido.
        Sin dejar de tostar las arepas en el budare, Karibay habló.
       -Eso pasa cuando el mundo se quiere acabar. Mañana lloverá candela y no quedará nadie vivo ni de aquí a Guaitó, ni de aquí a Siquisique.

        La mamá empezó a llorar. Karibay sirvió las arepas en la mesa y derramó el suero sobre los platos de peltre.
       -Pero hay una manera de evitarlo. Salgan de la casa, borren la cruz que está en la puerta y busquen una ceiba, coman siete hojitas y pidan perdón por el mal que han hecho estos años. Así no lloverá fuego sobre nosotros.
        Temblorosos, los padres la obedecieron. Con una esponja limpiaron la cruz invertida que habían pintado y a toda prisa marcharon hacia la ceiba inmensa que se encontraba en una encrucijada. Comieron las siete hojas, de rodillas pidieron perdón, y poco a poco se fueron quedando dormidos.
        El Negro Felipe y Guaicaipuro aprovecharon para atravesar las paredes de la casa y presentarse a Karibay, que alborozada los recibió y como pudo les contó la historia de su encierro.
       Conversaron un rato hasta que el Negro Felipe advirtió que el efecto de las hojas de la ceiba estaría finalizando y pronto volverían los padres de Karibay. Se despidieron; al marcharse la casa quedó impregnada de un olor a tabaco y guasinca que la muchacha intentó alejar con manotazos.
       -A lo mejor nunca vuelvo a saber de ellos- pensó. 

        María Lionza quedó un rato debajo de la cascada. El agua hacía brillar su piel como si fuese cristal. Pensaba en cómo ayudar a Karibay. No era sencillo. Sólo las personas sumergidas en el miedo y la esperanza piensan que el poder de los dioses es ilimitado. Supo que Guaicaipuro y el Negro Felipe no podían entrar otra vez a la casa porque el padre había pintado de nuevo la cruz invertida que alejaba a los buenos espíritus. Debía solucionarlo de otro modo.
         Oyó a lo lejos el rugido del tigre. Un rugido lento, ronco, que parecía brillar como tizones en la oscuridad.
       Esa misma noche envió en forma de vapor un sueño que viajó hasta Karibay y viajó hasta el tigre. Karibay soñó con el tigre. El tigre soñó con Karibay.
        Karibay imaginó el calor rudo del tigre entrando a su cama.
        El tigre imaginó la tersura de la piel de Karibay frotándose contra su pelambre.



       Desde esa noche, Karibay descubrió que cada mañana se erizaba, como si una electricidad llegase desde los tupidos árboles que se contemplaban por la ventana. Un día se desnudó y entró entera en la pipa de agua. Estuvo mucho rato sumergida en ella. La colocó en el lugar donde el sol hacía caer sus rayos y pudo ver cómo el agua se iba evaporando y se marchaba hasta el cielo para volverse nube. Después la nube llovió sobre la montaña y empapó al tigre. El tigre se colocó sobre una piedra para sentir esa agua que lo embriagaba. Era una lluvia distinta a todas las lluvias que había conocido. 
      Esa misma noche empezó a seguir el rastro del olor. Atravesó quebradas, caminos, aldeas silenciosas, sembradíos de caña. Al fin llegó a la casa. La vio: pequeña, cerrada. Supo que allí estaba la mujer con la que no dejaba de soñar.
         El Negro Felipe y Guaicaipuro se colocaron a su lado. Desde la casa, brotaba el olor a maíz de las arepas y el olor de la mujer.
        -Cuando el hombre venga en la mañana a buscar agua; te hacés parte del agua- le dijeron los dos espíritus al tigre.
        Así lo hizo. Al ver al hombre que caminaba con la inmensa pipa vacía, el tigre se hundió en el río; cuando el padre de Karibay llenó de agua aquel envase el animal se escondió en el fondo, acurrucado, encogido en sí mismo.
        El padre de Karibay llegó exhausto a su casa.
        -El agua viene hoy más pesada que nunca- le dijo a su mujer, y los dos se marcharon para trabajar en los cafetales.

     Una de las ventanas se volvió noche cerrada, la otra, refulgía como el amanecer. Karibay comprendió que los espíritus habían regresado, que le enviaban una señal y comenzó a buscar por toda la casa hasta que miró al fondo de la pipa y vio al tigre, que ya estaba casi muerto de tanto aguantar la respiración. 
        Lo sacó de golpe. Parecía un pequeño gato apaleado. Lo puso junto al fogón donde cocinaba; se quitó el vestido y secó al animal con gestos enérgicos. El tigre poco a poco fue recuperando las fuerzas. Abrió los ojos, vio a la mujer desnuda. 
        Cuando ella lo llevó a su cuarto estuvo a punto de rugir dos veces pero ella le indicó silencio. 

        El Negro Felipe y Guaicaipuro los vieron retozar la mañana entera. El tigre, por instantes tenía la piel canela de una mujer desnuda; Karibay por instantes era la fiereza de rayas negras en un fondo de oro. 
      Ambos espíritus pensaron con melancolía que era hermosa la batalla que la mujer y el tigre estaban viviendo en esa cama. Y así, mientras aquellos dos seres se revolcaban, cayó sobre la tierra un aguacero, una lluvia feroz con relámpagos y truenos, porque cuando suceden jadeos felices, se desata sobre el mundo una lluvia interminable que es la tristeza de los espíritus que ya no tienen un cuerpo para gozar y ser gozados.

        El tigre se quedó a vivir debajo de la cama de Karibay.
       Cada mañana, cuando los padres se marchaban, el tigre asomaba sus patas y ella lo halaba y se montaba sobre él. 
      Karibay quedó embarazada. Una, dos, tres veces. Paría a sus hijos en la noche y los ocultaba dentro de su vestido. El padre, que algunos amaneceres la azotaba con una caña si las arepas estaban crudas, le repetía con voz recia.
        - No parás de engordar, comés demasiado-.
      Y ella asentía y miraba por la ventana mientras con las manos intentaba que sus hijos no se moviesen dentro de su ropa.  
        En las mañanas miraba al tigre; miraba como sus rayas oscuras iban perdiendo brillo y parecían pólvora quemada.
        Un día después de que su padre la golpeara con la caña en la cabeza le dijo al tigre.
        -Nos vamos. No quiero seguir aquí. 
       El tigre bostezó; parecía cómodo debajo de la cama de Karibay, pero ella le clavó las uñas en el lomo y lo alzó sobre sus cuatro patas. 
     -Oye lo que te digo. Papá tiene una escopeta. No podemos dudar. En cuanto te diga que escapemos, tenemos que salir a toda prisa.



        Karibay esperó el segundo más oscuro de la madrugada. Apretó a sus hijos dentro de su ropa y de nuevo clavó sus uñas en la piel del tigre. Le advirtió en la oreja que era el instante exacto y se montó sobre su lomo.
        El tigre tensó sus músculos. Tomó impulso, saltó hasta la puerta y logró derribarla. El papá de Karibay se despertó. Había percibido un resplandor dorado y negro que pasaba cerca de él y sintió un inmenso frío y después un inmenso calor.
        Karibay había soñado tantos años con esa huida que supo indicar al tigre por donde avanzar. Primero a la derecha, después cruzar el puente de Las lloronas, subir seis piedras con formas de dedo, y atravesar la inmensa quebrada de Las Limas para llegar hasta Guarico y allí escapar para siempre de la casa de sus padres.
        Pero a los pocos metros comenzó a sentir la escopeta de su papá. El hombre los perseguía y no dejaba de disparar. Sus fogonazos parecían rayos.  La primera vez que disparó, el papá de Karibay mató un zorro; la segunda un puerco espín; la tercera una ardilla, la cuarta una lapa, la quinta un cachicamo, la sexta un mono, la octava un gavilán, la novena una gallineta y la décima una guacharaca.
        El camino iba quedando lleno de los animales que mataba el papá de Karibay. 
     El tigre se iba cansando. Los años oculto debajo de una cama lo habían engordado; habían entumecido sus músculos. “Y los próximos dos disparos serán para nosotros. Y nos dará justo en mitad del corazón”, pensó Karibay y asustada por lo que le pudiese pasar a sus hijos, los sacó de su vestido y los lanzó con todas sus fuerzas hacia las nubes para que se salvasen, y así los hijos del tigre y de Karibay se convirtieron en esas luces amarillas o rojas que aparecen en el cielo cuando va a amanecer o cuando la tarde se va a convertir en noche. 


*Texto cedido por su autor para los lectores de Libros & Letras.


Título: La diosa de agua. Cuentos y leyendas del Amazonas.
Autor: Juan Carlos Méndez Guédez
Ilustraciones de Mauricio Rubinstein
Editorial: Páginas de espuma
192 páginas



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