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Cuentos de Yunier Riquenes García

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Yinier Riquenes. Foto: Naskicet Domínguez Pérez


Yunier Riquenes García (Jiguaní, Granma, 12 de diciembre de 1982). Narrador, poeta, guionista y promotor cultural. Reside en Santiago de Cuba desde 2006. Entre sus libros publicados se encuentran los volúmenes de cuento Quién cuidará los perros, Eds. Santiago, 2007; Lo que me ha dado la noche, Editorial Oriente, 2007; La espalda marcada, Letras Cubanas, 2014. Las novelas La edad de las ataduras, Ediciones Matanzas, 2010 y La quietud, Ediciones La Luz, 2015; los libros para niños No apto para mayores, Ediciones Caserón, 2012; Los cuernos de la luna, Gente Nueva, 2012; Las formas del amor, Ediciones Santiago, 2015; Cien metros planos, Ediciones Unión, 2015; el poemario Claustrofobias, Letras Cubanas, 2009; la selección Las respuestas de Soler Puig. Compilación de entrevistas. Eds. Santiago, 2010. Textos periodísticos suyos pueden leerse medios de prensa cubanos y extranjeros. Coordina junto a Naskicet Domínguez la plataforma de Promoción de Literatura Cubana Claustrofobias Promociones Literarias (www.claustrofobias.com). 


Compartimos algunos cuentos que el autor seleccionó para Libros & Letras:

Orden público

Alguien avisó a la policía. Justo en la primera hora de la madrugada encendieron el carro y le dieron el máximo volumen al reproductor de música. El ruido sacaba a cualquiera de la cama.
Se escuchó el llanto de un recién nacido, la tos ininterrumpida de un viejo y los ladridos de un perro, pero ellos siguieron en la esquina. 
Les arrojaron aguas calientes y pútridas, biberones, piedras, cabillas; ellos continuaron con la música, hembras y varones al mismo compás, con la misma energía. Un disco y el mismo disco, una canción y otra vez la canción.
Por fin la policía los detuvo. Salieron algunos a preguntar qué había sucedido. Tenían los oídos taponados. 
En el juicio los declararon culpables. ¿Por qué?, preguntó uno. ¿Qué hicieron?, preguntó una señora.
El juez leyó la sentencia. Todos irían en la misma celda. Hembras y varones en la misma estrechez, apretados por los altavoces y bocinas pequeñas hasta en las almohadas. Escucharían la música que detestaban. Y cuando estuvieran durmiéndose le pondrían otro tema más insoportable. 
Rieron a carcajadas al escuchar el veredicto, burlándose. Soportaron felices las primeras horas, las segundas y las terceras. Pero cuando quisieron dormir, no pudieron; quisieron sentarse, caminar, y tampoco fue posible. 
Por fin tuvieron paz, silencio interior. 
La música seguía alta por los altavoces y las bocinas. 
Habían dejado de oír, de sentir las vibraciones.

La cama

Aquellos dos miraban la cama grande como un niño mira un juguete. Subían y bajaban la calle. Se detenían en la vidriera; disputaban la derecha, la izquierda, los pies y la cabecera. 
Comenzaron a vender lo que pudieron. Fueron quedándose sin cuadros, floreros, muebles, sin la vajilla ni las prendas. Vendieron todo, pero no fue suficiente.
Dormían en una cama personal. Sentían la respiración, el mínimo sudor o movimiento. 
Un día él trajo un poco de dinero y no explicó cómo, de dónde; otro día ella apareció con otro poco de dinero y no detalló de dónde, cómo. Fue suficiente.
Salieron con una carretilla y no le permitieron a nadie que los ayudaran; cargaron a casa la cama grande. 
En la noche uno estaba en el extremo izquierdo y otro en el derecho. Aquellos dos no volvieron a ser uno ninguna otra noche. La cama grande dejaba mucho espacio vacío.

Un pedacito grande

Ahora viene a decir un pedacito para la seño, con la boca bien abierta. Si alguien medio dice que no, levanta las cejas y arruga la frente. 
Cualquiera le coge miedo a la seño cuando arruga las cejas y arruga la frente, es un perro que gruñe por portarnos mal. 
Después que nos pide a cada uno sus pedacitos, ella tiene que dormir, dice; se recuesta del asiento y ronca. 
Si nos reímos cuando ronca levanta las cejas y baja una o dos veces las manos, hasta donde les alcancen.
Desde hoy nos esconderemos de la seño. Ya nadie quiere darle el pedacito, la mordidita o el traguito. Ya aprendimos a comernos la merienda antes de entrar, antes de que nos vea. 
Cuando los padres pregunten que si los niños se lo comieron todito ella no sabrá qué responder, no es su responsabilidad. 
Hoy nos paró uno a uno en la puerta. La seño hizo una reunión con los padres sobre la alimentación de los hijos, dice que no se está haciendo bien. 
Esos niños, dijo, no traen su merienda, no se la comen a su hora.  Se verán flaquitos, y no es culpa de la seño.  
Hoy tenemos que entregarnos otra vez. Hay que poner el bolso en sus manos. Que nadie se atreva, advierte, la seño nunca pide, siempre cuida.
Saca de un bolso y otro, prueba y engorda. Nosotros sabemos que un día la seño tiene que reventar. 


La campaña

Apostaron por él. 
—Es el único que entiende el sistema —dijo la ingeniera.
—El que me destraba los procesos económicos.
—Él es quien hace los contactos con los compradores y los canales de televisión —dijo la relacionista pública.
—El único que defiende a los trabajadores —dijo el presidente del sindicato.
—Entonces, ¿están de acuerdo con la propuesta? —interrumpió el presidente de la asamblea—. Que levanten la mano los que están de acuerdo.
Levantaron la mano, aprobaron por unanimidad la expulsión. 


El gato negro

No teníamos hijo hasta que encontramos al gato. Le pusimos Tigre sin saber qué género tenía. Lo revisamos en casa y creímos que era hembra. Le dejamos el nombre.
Tigre escapó de casa y los niños salieron a buscarlo ante tanto llanto por nuestro hijo. Pasamos dos días sin comer, buscando entre las yerbas, preguntando por todas partes. Estaba muy flaco. Apenas podía comer o tomar leche.
Creció y también le crecieron los huevos. Supimos que sí, era Tigre el nombre de nuestro hijo. Comenzó a dormir entre nosotros. Comía y comía, se puso gordo.
Un día descubrimos que robaba en las cocinas ajenas, le lanzaban cuchillos, aguas calientes; le dejaban carnes con venenos. Advertimos que si moría algo terrible iba a suceder en el vecindario.
Pero un día Tigre nos robó el pedazo de carne que teníamos, que íbamos a compartir con él. Olvidamos que era nuestro hijo. Lo lanzamos con rabia contra los perros de los vecinos.

La tribu

El cacique se sentó en una piedra a mirar caer la tarde, a mirar la luz que caía sobre el caballo de piedra. Al caballo le habían llovido aguaceros, había recibido el sol y el rocío de más de ciento cincuenta años. Eran ciento cincuenta y ocho exactos. 
Siempre, para esa fecha el caballo brillaba con la primera luz de la luna, pero ahora el caballo estaba cuarteado por las patas, como si estuvieran partidas, como si no fuese a caminar jamás. 
En otro tiempo, las celebraciones del caballo ya estaban listas. Preparados los animales para el sacrificio y las danzas que anunciarían cosechas grandes. 
El cacique recordaba su infancia, lo que le contaba su bisabuelo, cómo hablarles a los hombres, las costumbres que debía mantener y la permanencia en los límites. La aldea estaba preparada para mantenerse en los límites: entre el río y las montañas.
Podían cazar, pescar, sembrar. Solo había que mantener las crianzas y las cosechas. Las mujeres debían parir más de tres muchachos para mantener la raza. 
El bisabuelo siempre hablaba de las aldeas que estaban al otro lado. Eran aldeas bárbaras. Aquí todo es de todos, allá nada es de nadie. Pero cómo son, preguntaba, y el bisabuelo solo decía: Son bárbaras, hijo. 
Cuando murió el bisabuelo le preguntó al abuelo, que respondió, aquí todo es de todos, allá nada es de nadie, son aldeas bárbaras, y luego su padre dijo: Son bárbaras. Cuando tuvo su hijo quiso decirle lo que decía su bisabuelo, su abuelo y su padre, pero respondió no sé, hijo, no sé cómo son aquellas aldeas. 
Eso lo escuchó una persona y lo repitió en silencio por la aldea. Comenzaron a escapar en las noches, uno y otro, querían saber cómo era el otro lado. 
El cacique mira el caballo. El que traicione debe clavarse el cuchillo, había dicho el bisabuelo, el abuelo, y el padre. El cacique saca su cuchillo, lo mira. Siente agitarse el corazón. Escucha pasos de hombres que vienen por él de la otra aldea. No tiene nada qué decir, nada qué explicar. Esperará por ellos, pero que dejen a su hijo.
El cacique siente el tropel de los caballos más cerca. Acerca el cuchillo al corazón. Escucha en la avanzada los gritos de su hijo.



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