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José Asunción Silva, el poeta colombiano trágico por excelencia

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Por: Jesús Ovallos*

Si se indaga sobre las piedras angulares de la poesía colombiana, resulta inevitable que entre los nombres de Julio Flórez, Porfirio Barba-Jacob o León de Greiff, algún alma mencione a José Asunción Silva, el poeta colombiano trágico por excelencia. Por lo controversial de su figura es normal que sobre este resulten gran cantidad de ensayos y estudios críticos, también biografías como las que previamente han hecho Enrique Santos Molano en El Corazón del Poeta del año 92, o Fernando Vallejo en Chapolas negras, almas en pena del 95. El acercamiento más reciente lo ha hecho el escritor bogotano Daniel Ángel, quien a través de una juiciosa investigación reconstruye el último día del poeta en su novela Silva, publicada este año por Editorial Planeta.

Resulta curioso que, aunque la mayoría de los colombianos se haya topado sin saberlo con el poeta de barba perfecta y tenido su rostro y sus poemas en sus manos o billeteras, José Asunción Silva sea un personaje al que pocos compatriotas míos puedan reconocer, una situación menos habitual con García Márquezpara no ir muy lejos. Silva, cuya vida a pesar de haber nacido en la opulencia no tuvo mucho de glamorosa, ha sido objeto de fascinación para varios escritores que han tratado de desentrañar su personalidad y dilucidar las circunstancias de su extraña muerte.“La lluvia es el símbolo de su muerte, él lo sabe. Si no lo matan él mismo halará el gatillo”, una de las primeras líneas del libro de Ángel, da cuenta inmediata de la clase de narrador al que nos abocamos y al tipo de personaje que nos vamos encontrar a lo largo de las doscientas quince páginas que componen la obra.

En Silva nos encontramos a un poeta agobiado por su propia existencia, un tipo hipocondríaco cuya voluntad de vivir ha recibido un golpe letal al perder una gran parte de su obra inédita en el naufragio del barco que lo transportaba de Caracas a Bogotá al regreso de una misión diplomática, y que además carga a cuestas las muertes de dos figuras fundamentales en su vida, su padre Ricardo Silva y su hermana Elvira. Alrededor de esta última hallamos inferencias interesantísimas de un tema polémico que ha rodeado la historia del poeta colombiano, su fascinación casi incestuosa por su propia hermana, abordada de manera inteligente y sutil, sin llegar a caer en el morbo que un tema semejante puede suscitar. Ángel lo maneja con el tacto necesario para no desviar el verdadero tema de la novela, la incertidumbre en que se sume Silva después de recibir una invitación a su propio velorio.


Silva, cuya vida a pesar de haber nacido en la opulencia no tuvo mucho de glamorosa, ha sido objeto de fascinación para varios escritores que han tratado de desentrañar su personalidad y dilucidar las circunstancias de su extraña muerte.


Nuestra primera impresión del protagonista es la de un tipo agobiado por las tragedias de la vida, pero que a su vez, por irónico que parezca, halla consuelo en estas, pues las considera un motor creativo, dando cuenta de que a pesar de todo no quería dejarse avasallar por sus propias desgracias, un detalle que se aprecia de entrada con su hipocondría reflejada en la conversación que sostiene con su médico Juan Evangelista, con quien tiene una relación tan llena de envidia como de admiración, sentimientos tan contradictorios como los que alberga por una parte de su familia a la que parece apreciar en la misma medida en que desconfía de ella.

Las escenas escogidas por Ángel para narrar ese fatídico último día del poeta son manejadas con una verosimilitud impecable, forjada por una investigación a todas luces juiciosa y un manejo del lenguaje que transportan al lector a la cotidianidad de la Bogotá de la época de Silva. Aunque sean escenas que no están fuera de lo común, como visitas al médico, al florista y a la familia, son suficientemente sustanciosas a la hora de compenetrar al lector con la narración. Además, en lo que me parece un momento de lucidez, Ángel incluyó antes del capítulo final una analepsis al crucial momento del naufragio del Amerique, y digo lúcido porque, aunque sea un momento determinante en la vida de José Asunción al igual que la muerte de su hermana Elvira, una narración torpe del suceso fácilmente hubiera desentonado con la forma en la que el relato se estaba desenvolviendo. El buen criterio de Daniel Ángel hace que la escena del naufragio del Amerique no solamente no haga decaer la tensión natural por acercarnos al desenlace de la obra, sino que la dota de una emoción propia que nos acerca a la desesperanza del protagonista, bien retratada en una frase esbozada por este casi al final del libro, cuando dice “Ojalá todos los hombres fueran tan desinteresados como este”.

Pero Silva no solamente funciona como una crónica del último día de José Asunción, sino que también retrata la decadente sociedad bogotana de finales del siglo XIX, personajes preocupados por mantener las apariencias ante otros igualmente falsos, impostores preocupados porque se los reconozca como amigos del presidente o cualquiera que sea considerado socialmente importante, pero que en últimas no se dan cuenta de que su sociedad es tan insalubre como la misma Bogotá de la época, llena de hedores, una ciudad que casi se convierte en otro personaje que empeora la nostalgia del poeta.

Silva, cuya impecable portada tiene al rostro del poeta envuelto por los lirios de mayo, es sin duda una magnífica oportunidad para recordar al autor de Los maderos de San Juan, Nocturno, o Melancolía, para volver tras sus pasos aquella última madrugada suya y recordar su ciudad, su historia y su sensibilidad, y para cuidarlo del terrible e injusto olvido, ese al que tanto temía.


*Jesús Ovallos / Escritor



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