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Homenaje a Frida Kahlo de Fermina Ponce

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Foto: Ileana Bolívar

Impregnada en mi

Por: Fermina Ponce*


No recuerdo la hora, pero fue un día en el verano de 1954, cuando en uno de los tantos corazones entrañables de Ciudad de México, se tejía una conmoción con matices de revolución socialista. Creo que ese día empecé a ser concebida en la cabeza de un hombre y no en el vientre de mi amante.

Mi pasado me agobia, aunque lo vea con el vacío de mis ojos. Transmuto con sólo regresar a ese ayer que es ahora, pero que empezó en 1327 a.C., cuando Tutankamón anhelaba ser acompañado por sí mismo, mientras su ego suplicaba ser recordado por otros como la Imagen viva de Atón. Y lo abracé, lo cubrí, lo llevé a la oscuridad, a esa realidad que sólo yo pude darle, mientras otros lo observaban como si estuviera vivo. Y como un cuerpo sin vida también morí rígidamente y me quedé ahí, momificada, en un sarcófago, enterrada con él.


A veces me siento prostituta al no saber con cuántos hombres y mujeres me he acostado, no es que me los haya cogido, es que me he quedado sobre sus cuerpos fríos, y sé que han pagado existir y por hacer mi trabajo. ¡Puta de la muerte! ¡Zorra de la noche y del frío! También sé muy bien que todas somos diferentes, pero al mismo tiempo somos una.


Hay cosas que se me escapan de mi breve existencia, pero ese 13 de julio lo recuerdo con viveza, como los colores de una paleta extraída del dolor. Ese fue el día en que comencé a sentir que esa mujer sería mía y yo de ella; yo me convertiría en la última de sus amantes.


Mucho antes de mi concepción, yo sería la última caricia a dos manos que Diego le daría a Frida, su necesidad de poseerla hasta el último aliento, la valentía absoluta que redime al ladrón de esencias, al verdugo de entereza de conservar su belleza a través de su muy única forma de adorarla. Eso sería yo.

Mientras una parte de la muchedumbre la lloraba, otra parte la honraba con la bandera del partido socialista mexicano sobre el féretro. Asumo que la llevarían a algún lugar a velarla y luego la cremarían. En algún instante en la mitad me quedé atada a ella, me quedé absorbiendo lo que aún le quedaba en su piel tibia. La abracé con hambre de saciarme de su vida, con ansiedad de impregnarla de mí.


Fui tibia, fría, blanca… y le quité pedazos de la piel llena de alas, un ADN completo de sentimientos que nunca revelo, heridas, amputaciones; y me robé hilos de sus ojos, ya no podría verse en el espejo, ni descubrir infidelidades, ni inventar formas para morir. Fui mezcla en sus cenizas, en una bolsa, como si fuera desperdicio.


Y terminé siendo de porcelana verdosa, como si el color moho se hubiera adherido a su verde hoja, en la casa azul, sobre su cama.


*Fermina Ponce. Poeta colombiana, autora de los poemarios Al desnudo y Mar de (L)una. 
Puedes seguirla en @ferminaponce


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