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Encuentro con Alberto Manguel

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Por: Álvaro Castillo Granada*


Ya habíamos conversado una vez. Fue en el Gimnasio Moderno, durante la Feria del Libro de Bogotá del 2015. Junto a Federico Díaz Granados sostuvimos un encuentro maravilloso en la biblioteca del colegio. De esos que no puedes olvidar. Esta vez, tres años después, el encuentro se empezó a fraguar, como corresponde, en la oficina de Federico. Alberto Manguel era uno de los invitados a la feria del libro de este año. Quería volver a conversar con él. Estaba en la oficina Giusseppe Caputo, coordinador cultural de la feria. Le pregunté si sería posible conversar con Manguel. Me dio el nombre y el teléfono de la encargada de su agenda por parte del Pabellón Argentino. La llamé. Coordinamos el día y la hora. Ahí estuve. Bajó al lobby del hotel y me reconoció. Seguimos conversando como ayer. En un momento le mostré un ejemplar de mi libro Un librero. Me dijo:

—¡Qué bien! ¿Dónde se consigue? Lo voy a comprar.

—Yo se lo voy a regalar —le respondí.

—Pero me lo tienes que dedicar…

Y le escribí una dedicatoria donde por fin le pude dar las gracias por todo lo que le debo y me ha enseñado. Conversamos un buen rato sobre dos temas que me/nos apasionan: la librería y el oficio de librero.

Fuimos dos lectores compartiendo lo que nos une y nos hace iguales: la lectura.

Fuimos dos lectores que seguimos dándonos la mano.



La librería


—Vamos a ver… Sabemos que la historia de las librerías se remonta a muy lejos. Yo diría que se remonta a los templos egipcios donde, el equivalente de un librero, vendía a los fieles el Libro de los muertos. Esa noción de una persona, un lugar, encargada distribuir los textos conforma desde muy temprano la imagen de lo que es un librero. En Grecia, sobre todo en Roma, el librero se convierte en un editor primitivo, haciendo copias de los libros, vendiéndolas. Comienza a tener la reputación de la persona que no solo recibe encargos de copiar textos para venderlos, sino también que elige los textos que copia para esto. Cuando las primeras auténticas librerías aparecen se produce una confusión entre biblioteca y librería. Por eso es que el término en inglés es “library” y en francés (hasta bien entrados los siglos XVIII y XIX), “librairie” quiere decir biblioteca. Y así sucesivamente. La función de librero, a partir del siglo XIX, se define concretamente como la persona que es el intermediario entre el autor, el editor y el público. Y por lo tanto va a ser el responsable de hacer la selección de lo que a ser visible en un mundo intelectual. Ninguna biblioteca, ningún editor, ningún librero puede tener todo. Entonces esa selección es necesariamente una censura. Puede ser muy buena o muy mala censura. Pero yo elijo, si hablamos del aspecto positivo de esta, por ejemplo, libreros de más en más que no venden los bestsellers que les darían dinero, esa literatura basura, y prefieren resignarse a tener menos dinero y más calidad. El librero también puede ser un bastión contra la censura del Estado. Sabemos que, por ejemplo, en la España de Franco, los libreros vendían la literatura prohibida, esa publicada en Argentina sobre todo, en bolsas de papel detrás del mostrador. Yo tuve una experiencia hace unos años en Arabia Saudita, donde la censura religiosa es feroz. A un muchacho lo condenaron a treinta latigazos por decir en un e-mail que “se sentía amigo de Dios”. Y visité una gran librería en Damman y había Simone de Beauvoir, Chomsky… autores modernos que uno podría suponer que la censura los habría prohibido. Pero la censura miraba los textos religiosos. Entonces prohibían ciertas obras teológicas pero un libro de Simone de Beauvoir no les interesaba…

Mi experiencia de librería empezó antes de que yo trabajase en una librería porque siempre fue el lugar donde yo iba a descubrir nuevos amigos. Yo tuve una infancia muy solitaria; mi padre era embajador, me crio una niñera… En mis primeros siete años no iba a la escuela, no veía casi a mis hermanos, no hablaba con mis padres y ella empezó mi relación con la literatura. Era una mujer educada en la cultura alemana. Y había en Tel Aviv una librería, cerca de la embajada, a la que desde los tres o cuatro años yo iba y consultaba los estantes bajos, que eran los accesibles. Cuando visité Israel, muchos años después, estaba la misma librería con los mismos estantes. Y me compré un libro de esos estantes que recordaba de mi infancia. Como mi niñera no tenía un sentido de cómo tratar a los niños, me trataba como a un adulto. Yo tenía la libertad completa, podía elegir lo que quería. A veces me equivocaba, a veces no. Y el librero me aconsejaba cosas. Me decía: “Quizás te guste esto” y yo lo miraba… Quería libros con imágenes, por supuesto. Desde entonces, muy temprano, había una relación de amistad y pedagógica con el librero. Y las librerías siempre fueron polo de atracción para mí. Todos los viajes que he hecho siempre son las librerías.

Las librerías son de muchos tipos. En mi adolescencia, cuando empecé a trabajar en la librería inglesa/alemana de Pigmalión, que era una librería que vendía libros nuevos que venían de Europa, que venían de América, la dueña quería que conociésemos esos títulos yo leía mucho y descubría los autores más recientes. Pero más me gustaban las librerías anticuarias. Desde siempre. Me gustan los libros con biografía. Me gustan los libros con historia. Me gustan las sorpresas. Me gustan las librerías que no están demasiado organizadas. Había en el pueblo de mis suegros, en Inglaterra, una gran librería (ahora cerrada como tantas) donde compraban bibliotecas y no se preocupan de lo que había. Amontonaban las pilas y uno podía ir y ver. Yo encontré obras increíbles allí… La primera publicación del Finnegans Wake en una revista… Cosas así… primeras ediciones de Stevenson, una edición de las fábulas de La Fontaine anotada por Marianne Moore, para su editora porque ella lo tradujo… por nada… claro, la gracia está en encontrarlo por nada porque con un millón de dólares se compra la Biblia de Gutenberg.


La gente sigue queriendo libros, sigue queriendo la conversación con el librero… Eso se comprueba en Buenos Aires donde continúan las librerías. Sobre todo las librerías de libros viejos son maravillosas.




Esto ha cambiado mucho. Por un lado, la Internet ha hecho que casi ningún librero desconozca lo que tiene porque, si usted no sabe, busca “Cervantes-Don Quijote-Primera edición” y sale. Esto hace que en muchas librerías de libros usados y anticuarios los precios sean absurdos. Si yo tengo que pagar el precio realmente más alto para un libro, a menos que yo sea millonario, no puedo tenerlo en la biblioteca; no tiene ningún sentido, le encargo a alguien que me lo compre. Hay una cosa mucho más grave que es, no la defunción del azar que es perjudicial para mí personalmente, la venta en línea de Amazon. Convirtieron la librería en el equivalente del sexo virtual. La experiencia física de la librería, estar en una librería, estar en ese espacio donde se ofrecen conversaciones, se ofrecen encuentros, el hecho de dejarse atraer por una cubierta, por un nombre, por un título, cómo no comprar un libro que se llama Dostoievski lee a Hegel en Siberia y se echa a llorar, ¡cómo no comprar ese libro! Pero en cambio, en Amazon yo no puedo conseguir más que lo que ya sé que quiero. Es como una suerte de prostitución. Es la relación que uno tiene en un prostíbulo. El encuentro amoroso… esa mirada a través de un salón con un desconocido sólo ocurre en una librería de papel y tinta.

Hay ciudades que desgraciadamente han perdido una parte de su alma con la desaparición de librerías. Nueva York ya no es Nueva York. Están renaciendo de una forma muy curiosa. En Nueva York quedan algunas, punados, algunas de las cadenas de Barnes and Noble, que no me interesan. Han resucitado en la forma de vendedores ambulantes. En las esquinas a veces uno los ve, ahí, y encuentra cosas hermosas. Quizás haya alguna esperanza. No es que ha desaparecido algo que la gente ya no quiere, como una tienda de corsés. La gente sigue queriendo libros, sigue queriendo la conversación con el librero… Eso se comprueba en Buenos Aires donde continúan las librerías. Sobre todo las librerías de libros viejos son maravillosas. Y también algunas librerías con libros contemporáneos. Excelentes como Guadalquivir, que es mi librería favorita en Buenos Aires. Otras, como El Ateneo, que tiene tanto prestigio, es nada más que una vitrina. Es una fachada muy linda donde tienen tonterías, juegos y cosas, no tiene casi ningún librero que sepa lo que hay, tienen una selección abominable. Así que bueno…

Pero yo sigo confiando en la supervivencia de las librerías porque, si la industria decide que quiere vender en supermercados, siempre va a haber un tendero que diga “pero yo consigo las mejores manzanas” y la gente va a ir. El librero que empezó, por ejemplo, a autorizar la venta de espacios de la librería para el libro que elige el editor, moralmente yo creo que es una abominación, es un pecador para el cual existe un círculo especial en el Infierno. Porque, decir que el librero con el que uno tiene confianza, con el que uno está de acuerdo o no, le da una opinión que es vendida, es como vender su voto. Es como vender su ética. Yo a esa gente no le tengo absolutamente ningún respeto.


El librero


—Yo entré a los quince años siendo lector. Yo ya tenía mi biblioteca. Sabía lo que me gustaba. Me encantaba hablar de libros. El primer año la dueña me dijo: “Un librero tiene que conocer todo lo que hay en la librería y dónde está lo que hay en la librería”, porque ahora voy a alguna librería buena y digo “La metamorfosis, de Kafka”. Y dicen: “Lo busco en la pantalla”. ¡Cómo no sabe dónde está, si lo tiene, en qué ediciones! Es una cosa irresponsable. Si me dicen eso, me voy. No me quedo. Voy a otra librería.

Para saber dónde estaban los libros y qué libros había, me puso a pasar el plumero a los libros durante un año. Tenía que limpiarlos. Lo hacía y veía dónde estaban. Después me di cuenta que uno tiene que controlar sus pasiones como librero. Me encanta hablar de libros, me encanta recomendar libros, me encanta hacerlo por asociación y me tienta muchísimo, si alguien elige un libro que no me gusta, decirle: “No, esto es una porquería”. Me di cuenta rápidamente que uno puede hacerlo con ciertas personas, no puede decirle a la persona que entra a comprar la última novela de Paulo Coelho“¡Pero por favor!”. Yo respeto mucho a los libreros que hacen eso. En una novelita que escribí, El regreso, describía a un librero que a mí me encantaba, que estaba en la calle Florida en una librería que ya ha cerrado, que hacía eso. Un hombre muy gruñón que se impacientaba, daba sus opiniones incontinentes, si uno quería comprar algo que no le gustaba él no se lo vendía. No se lo vendía.

La única razón por la cual yo no podría ser librero es que no quiero deshacerme de los libros que están allí. Me gastaría todo el dinero en comprar los libros que están en los estantes. No me dispondría a venderlos. Fui librero tres años: de los quince a los dieciocho años. Luego pasé a trabajar como editor en una pequeña editorial que se había creado un año y luego me fui a Europa y trabajé como lector y demás. Lo hice una vez más en una librería especializada en el arte de África y Oriente que estaba en París. Luego abrí una librería para Franco María Ricci que después dejé para ir a Tahití para ser editor allí.

A Pigmalión venían a comprar libros Borges, Mallea, Mujica Láinez, Bioy Casares, todos… Los conocía. Y luego, cuando empecé a leerle a Borges, me llevó a las casas de estas personas. La relación yo no digo que fuese de amistad, de ninguna manera sino de un chico al que le permiten sentarse a la mesa de los grandes. También había gente que quizás no era muy conocida pero que eran grandes lectores. Me enseñaban a mí. Me decían “Voy a comprar esto… es un libro grande… tendrías que leerlo…”. Esas conversaciones me encantaban. Alberto Girri me dijo que leyese a Ezra Pound. Gracias a él lo descubrí. De esos hubo muchos. Gente anónima que entra a la librería y empieza a contar por qué va a comprar tal libro. Cuál es la importancia de tal otro. Cuál es el significado de este y entonces uno aprende. Es un trabajo de receptor y de comunicador. Se comparte memoria y experiencia. Y amores… La frase banal de “un amigo de mi amigo es mi amigo” en el caso de los lectores es absolutamente cierta. Un lector de Conrad que me recomienda un libro ya sé que me va a gustar. Recomendar un libro, regalar un libro, es una forma de decirle a la persona esto es lo que yo creo que tú eres.





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Sobre el autor: *ÁLVARO CASTILLO GRANADA.

Librero, escritor, editor y bibliófilo. Director librería San Librario.


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