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Lex artis: ¿cómo las artes nos pueden acercar a la comprensión del Derecho?

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Por: Víctor D. Cabezas


El Derecho, por concepción, es interdisciplinario e irradia todas las aristas de la acción humana. Llega, por ende, a regular desde la actividad de un biólogo explorando en la profundidad de la selva hasta la venta de una obra de arte en una galería urbana. El Derecho se aprende en las aulas universitarias y, después, los abogados lo practican “en el mundo real” bajo múltiples modalidades: los legisladores hacen leyes y decretos, los abogados litigantes formulan demandas y los jueces redactan sentencias. Todos ellos, llámense litigantes, jueces o legisladores ejercen una labor con gran impacto social, pues las sentencias, las demandas o las leyes inciden directamente en nuestra calidad de vida y en la exigencia de nuestros derechos.

Ahora bien, a pesar de la importancia social del derecho y, por ende, de los juristas, en el medio latinoamericano los métodos pedagógicos por medio de los cuales los abogados aprendemos las normas, la jurisprudencia, y en general la técnica jurídica, se ha quedado anquilosada y atrapada en las estrategias romanas de aprendizaje: leer el Derecho. Leer y, después, escribir una demanda o una sentencia, leer y después alegar en la Corte, leer y después escribir una norma. El ejercicio del abogado se ha sintetizado y agotado en el uso del lenguaje como única herramienta para la justicia.

Es cierto: los abogados aprendemos a pensar en instituciones, en reglas y códigos y pretendemos adecuar todo comportamiento humano a su juridicidad, es decir, a lo que una norma escrita nos dice que es o no correcto. Entonces parecería lógico que el instrumento del abogado sea un libro continente del Derecho; esto es, una ley. Sin embargo, esta visión nos aleja del objeto esencial del ejercicio de la abogacía: la búsqueda de la justicia.


Lex artis: ¿cómo las artes nos pueden acercar a la comprensión del Derecho?


¿Qué podemos hacer frente a la problemática de la comunicación del Derecho? Evidentemente las soluciones pueden venir de distintos frentes, pero no podemos olvidarnos de las artes


Si aprendemos desde nuestra formación que el Derecho es una disciplina autónoma, ultra formal, llena de palabras incomprensibles y términos rebuscados; si en el claustro académico nos enseñan que el Derecho es para el abogado y que el sistema está diseñado para que el jurista lo entienda y transmita, si todo eso sucede, la justicia, un objetivo social, se monopoliza en una profesión que solo sabe comunicarlo por escrito y con las acostumbradas y malsanas fórmulas enmarañadas del abogado. En suma, bajo nuestro sistema, el Derecho para el común mortal o no existe o existe solo desde lo que el jurista, mal o bien, le pueda participar.

A pesar de las necesidades ciudadanas y de la importancia de la justicia en una sociedad tan desigual como la nuestra, la enseñanza, el ejercicio y la comunicación del Derecho están anclados en modelos que resultan obsoletos. En este escenario, estimo que la pedagogía del Derecho es trascendental. Necesitamos que nuestros abogados aprendan que la comunicación jurídica no puede limitarse a la palabra. A estos efectos, las artes son una fuente inagotable para lograr una sintonía entre la comprensión de un problema jurídico, su resolución y su comunicación.

Aunque no parezca, uno de los mayores problemas para los abogados es la identificación del problema de la persona que nos busca, entender cuál es el meollo del asunto, pues solo en esa medida podemos concatenar los hechos narrados con el Derecho aplicable. Para esta tarea, el único elemento que tenemos y estamos entrenados para interpretar es la palabra. Si, por ejemplo, una comunidad indígena nos presenta un cuadro que retrate su problemática, en general, no estamos capacitados para procesarlo. Si el problema está reflejado en una fotografía, una canción, una escultura, un poema o cualquier otro medio que no sea la palabra explícita, literal, los juristas nos resistimos a procesarlo. Dado que los abogados litigantes no comprendemos la diversidad de medios que pueden transmitir el contenido del conflicto, las demandas siguen la limitada tradición escrita y, por ende, los jueces resuelven sobre la exposición oral y los documentos integrados al proceso. En consecuencia, tenemos fallos escritos, complejos y cuya comprensión le está casi vedada al interesado final: el ciudadano.

¿Qué podemos hacer frente a la problemática de la comunicación del Derecho? Evidentemente las soluciones pueden venir de distintos frentes, pero no podemos olvidarnos de las artes. Un abogado debería ser capaz de comprender una canción, un cuadro, una representación plástica o una obra teatral como una fuente de información para formar su defensa. Un juez debería poder integrar en su fallo escrito formas complementarias para que la ciudadanía lo comprenda; debería poder explicar su decisión con una fotografía o un cuadro. Una sentencia no puede hacer justicia mientras no nos aseguremos de que los interesados la entiendan. Para ello, el juez puede valerse de todos los métodos disponibles, incluyendo las artes. Una sentencia no puede considerarse justa mientras no exista plena seguridad de que el ciudadano la haya comprendido y, para este fin, la historia nos ha demostrado que la palabra no es suficiente, que debemos indagar otros métodos, y qué mejor que hacerlo desde las artes, que tanto y tan pluralmente son capaces de expresar.

La comunicación del Derecho debe evolucionar y el arte, como expresión máxima de la libertad individual, puede complementar ese proceso. La historia, la insuficiencia de nuestros sistemas de justicia y el anclaje de nuestras escuelas de Derecho han divorciado dos expresiones humanas que, por su esencia, deberían estar estrechamente unidas: el Derecho que busca justicia y el arte que entraña libertad.

Víctor D. Cabezas

Víctor D. Cabezas 

(Quito, 1995) Es abogado y maestrante en derecho por la Universidad Externado de Colombia, columnista de los diarios ecuatorianos La Hora y El Telégrafo y director de la revista de literatura de la Universidad San Francisco de Quito.



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