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Cuento. El horrible pájaro verde que perdió sus alas

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Cuento. El horrible pájaro verde que perdió sus alas

Por: Fabián Mauricio Martínez G*.


Mamá ha traído un jarrón con flores amarillas, me ha pinchado un dedo con una aguja y ha exprimido mi sangre en el agua. Mamá dice que la sangre de los niños es buena para las flores. Mamá me ha vendado el dedo y me ha pedido que salga a jugar al patio, porque el hombre de la bicicleta está por llegar y cada vez que él entra en la casa –tú lo sabes bien mi niño precioso– yo tengo que salir de ella.

En el patio he construido una casa para perros. Me llevó poco tiempo clavar las tablas y diseñar la estructura, la cual hice un poco más grande porque no tenemos perro, ni vamos a tenerlo. Me encanta meterme en esa casa y dirigir mi propio circo. Suelo cazar saltamontes, sapos, hormigas y pájaros, a los que mantengo dentro de frascos de vidrio hasta que llega el momento de la función. Los espectadores, quienes son los muñecos que me ha regalado mamá, me gritan cuál debe ser el próximo número; en especial Ambarino, un muñeco con el pelo de lana roja y las manos de algodón, al que he quemado varias veces en la cara para que se vea más amenazante.

En ocasiones, Ambarino se mete en mis sueños y me muestra cuál es el siguiente número. Lo hace sin preámbulos, aparece con un taco de pólvora y una salamandra azul en las manos, o cortando con unas tijeras el rabo de un gato. De esa manera sé cuál será mi próximo número, entonces preparo todo. Me meto a la casa para perros y acomodo los muñecos alrededor de un círculo que dibujo en la tierra, un círculo que adorno con canicas de colores.

Hace poco capturé una araña cazadora y robé un pollito a los vecinos. Los encerré en un frasco que solía contener aceitunas. Puse el frasco en el redondel de las bolitas de colores. La araña intentó cazar al pollito y el pollito, con su pico inofensivo, intentó dar cuenta del artrópodo. Pasaron los días y ambos murieron; pasados más días, ambos formaron una masa blancuzca que se esparció por las paredes de vidrio como la explosión de una bomba nuclear. Una bomba nuclear que estallé contra la bicicleta del hombre que visita a mamá.

Hoy he cortado un sapo por la mitad y lo he cosido con aguja e hilo rojo. Al número lo hemos bautizado Sapo remendado. Dejé al sapo en el centro del círculo junto a un saltamontes sin alas, ni patas. Los muñecos aplaudieron y animaron al sapo para que se comiera al saltamontes, pero no pasó. El sapo murió y procedí a liberar las hormigas en el redondel. El número de Sapo Remendado cambió por el de Las hormigas devoradoras parte 100. Las hormigas nunca fallan, pero ya lo hemos hecho tantas veces que los muñecos y yo, aburridos, abandonamos la casa para perros y nos fuimos a mi habitación.

En mi cama nos gusta leer. Leo en voz alta para que los muñecos se diviertan. A veces se asustan tanto que tapan sus orejas con sus manitas de plástico. Ambarino no se asusta, le encantan los cuentos de terror y me anima a que siga leyendo. Nos fascinan los vampiros, los monstruos venidos del espacio exterior y los hombres que pierden la razón de un momento a otro.



Mamá me llama a comer.

Tengo que compartir la mesa con el hombre de la bicicleta. Mamá y el hombre sonríen. Yo no. Me limito a masticar y a observarlos.


Niño, ¿tú nunca hablas?

—Se llama Augusto, ¿no te vas a aprender el nombre de mi hijo?

—Bueno, Augusto, ¿no hablas?

Yo los miro sin decir nada.

—Augusto, contéstale a Jorge, ¿si sabías que va a vivir con nosotros?

—No me llamo Augusto, me llamo Tyranus, el gran Tyranus —y corto con mi cuchillo una papa bañada en mayonesa.

—Tu hijo está chiflado —dice el hombre de la bicicleta.

—Es solo un niño —dice mamá— el asunto, Augustico, es que Jorge vivirá con nosotros. Mira Augusto —mamá se levanta de la mesa, va hasta a la cocina y trae una jaula con un horrible pájaro adentro—. Mira lo que nos trajo Jorge, es bonita ¿verdad?, una linda lorita para que le enseñemos a hablar, ¿me vas a ayudar Augusto?

—No soy Augusto, soy Tyranus.

— ¿Vas a ayudar a tu mamá o no? Mocoso, malcriado.

—Déjalo Jorge, ya le irá cogiendo cariño a la lorita —y mamá deja la jaula sobre la mesa del comedor, y el horrible pájaro verde me mira con sus ojos negros.

Mamá y el hombre de la bicicleta brindan con jugo de mora, se besan con los labios manchados de fruta. Yo me levanto del comedor y voy a mi habitación. Llevo el jarrón con las flores amarillas y lo pongo junto a los muñecos, arrastro una silla hasta el armario, y del cajón superior, saco el único regalo que papá me hizo: un circo en miniatura.



Papá, quien según mamá, vendía puerta a puerta artículos para el hogar, pasó por el pueblo y se enredó con ella, manteniendo un romance de planchas y licuadoras, escobas y traperos, antes de marcharse. Según mamá, papá le prometió que volvería por ella luego de vender muchos electrodomésticos, ahorrar dinero y contar con una base sólida para formar un hogar.

Yo nací y papá no regresó. Siete años después, cuando yo empecé a preguntar por él, mamá escribió una carta (dirigida a papá) a la empresa de electrodomésticos. Papá volvió al pueblo y me trajo el circo de cuerda.

Mamá me vistió con un pantaloncito y tirantas, me peinó de medio lado y me dejó solo en las escaleras de la entrada de la casa. Sentado allí, sin tener la menor idea de lo que iba a ocurrir, vi que una vieja camioneta se detenía al frente. Vi a un hombre muy viejo bajarse de ella, peinar su pelo con una peineta azul, acurrucarse, mirarme con ojos sorprendidos y decir mientras abría los brazos:

—Hijo mío.

Yo apenas tenía siete años y sentí un fastidio enorme por papá. Papá, al ver que yo no me movía de las escaleras, suspiró, hizo mala cara, se puso de pie, fue hasta la camioneta, movió un par de aspiradoras y sacó un pequeño objeto cubierto por tela roja. Caminó hasta las escaleras y me alcanzó el juguete.

—Es para ti, Augusto.

Yo tomé el pequeño circo con mis manos. Descorrí la carpa roja y di cuerda a los payasos de alambre y perros de algodón.

Papá me acarició la cabeza:

—Augusto, la vida es como un circo, como ese circo que tienes en tus manos… ¿Ves? somos payasos, somos ilusionistas, ¿me entiendes? —Y me revolvió el pelo una vez más, antes de caminar hasta la camioneta, encender el motor y alejarse de mí y mamá.

Han pasado cinco años de aquella tarde y aún conservo su regalo. A papá no lo he vuelto a ver, pero lo imagino en su vieja camioneta recorriendo el continente, llevando a cada pueblo electrodomésticos y artículos de aseo.



Mamá aparece en la puerta de mi habitación. Lleva la falda desarreglada y solamente el sostén negro le cubre el pecho.

—Augusto, en la mesa quedaron los platos de la comida. No te duermas sin lavarlos —el hombre de la bicicleta arrastra de la cintura a mamá —y por favor… no nos molestes.

Cierro la puerta con rabia. Descabezo las flores amarillas y trituro sus pétalos con mis manos. Me siento frente al circo en miniatura. Le doy cuerda e imagino el próximo espectáculo en la casa para perros. Pienso en su nombre y lo digo en voz alta: El horrible pájaro verde que perdió sus alas.

Los muñecos aplauden emocionados.

—Será un buen espectáculo Tyranus, una bella y terrible función —sonríe Ambarino con sus labios quemados.

—Resultará inolvidable, Ambarino —y arrojo los pedacitos de pétalos amarillos sobre los muñecos complacidos.

—Inolvidable Tyranus, ya puedo ver nuestro siguiente espectáculo —y los ojos de Ambarino se iluminan como su nombre.


Fabián Mauricio Martínez G.

* FABIÁN MAURICIO MARTÍNEZ GONZÁLEZ.

Escritor y periodista colombiano, ha sido ganador de diferentes concursos de literatura. Sus trabajos periodísticos han aparecido en la Revista DONJUAN, la Revista DOMINGO y VICE, entre otras. Es autor de cuatro libros. Leer más AQUÍ

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