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Un café en Buenos Aires con Beatriz Meyer

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No. 7596 Bogotá, Miércoles 16 de Noviembre de 2016 



Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra



Por: Pablo Hernán Di Marco / Argentina / Especial para Libros & Letras


Beatriz Meyer es una muy buena escritora. ¿No es una obviedad de mi parte afirmar algo así de una autora con varios libros publicados? No, no lo es. Porque una cosa es escribir y encontrar el modo de publicar esos escritos, y otra cosa muy diferente es ser escritor. De los primeros estamos repletos; a los segundos debemos cuidarlos, difundirlos y por sobre todas las cosas leerlos. Y Beatriz Meyer, recalco, es una muy buena escritora. De esas que no precisan más de una línea para describir con maestría ambas caras de la luna.

La reciente publicación de su novela Meridiana es apenas la excusa que encontré para conversar con Beatriz sobre literatura, sobre los fantasmas que nos persiguen a través de los años, y también sobre esas mafias literarias que el mundo de los libros adora esconder bajo la alfombra. En fin, conversar sobre lo que brilla, pero también sobre lo que —por conveniencia o cobardía— algunos prefieren callar.



—Sábato decía que las novelas se escriben sobre las ruinas de novelas anteriores. ¿De qué anhelos, temores y ruinas proviene Meridiana (Ed. El tapiz del unicornio), tu más reciente novela?

B: Yo estoy con Sábato. Esta novela nace de temores de infancia pero también de años y años de dar talleres a mujeres de todas edades. Sus historias se han colado en mi imaginario. Meridiana en particular tiene que ver con un accidente que sufrí a los 9 años de edad, en un río de esos muy tormentosos y traicioneros. Fue un episodio de película. El agua me arrastró con una fuerza tan enorme que sólo uno de esos nadadores locales –conocedores del río y sus veleidades- pudo rescatarme cuando la corriente me aproximó a una especie de represa que me detuvo lo suficiente para que el chico pudiera alcanzar mi brazo y sacarme. Las imágenes que cruzaron por mi mente en esos minutos siguen persiguiéndome hoy en día. Los fantasmas también. En Cholula, donde he vivido desde que me mudé de la ciudad de México hace muchos años, es frecuente toparse con espectros de niños. En una de las tantas casas donde he vivido se aparecía una niña, pero sólo podía verla a través de los espejos. Todos esos ingredientes dieron pie para que una mañana me sentara a escribir la historia de Mercedes, su abuela y Meridana, un súcubo que vivió entre Francia e Italia hacia el año 1000 DC. Por otra parte, el tema de la violencia contra las mujeres es recurrente en mi obra, a lo mejor por tantos años de escuchar historias de alumnas, amigas, compañeras de trabajo. También es la herencia de una amiga muy querida, Minerva Glockner, fallecida antes de tiempo, que deseaba escribir historias reales sobre el inconcebible maltrato hacia mujeres de todas edades de parte de sus familiares más cercanos. Ella me enseñó a mirar el mundo de la violencia intrafamiliar desde una perspectiva menos prejuiciosa. Uno de esos casos de violencia extrema aparece en mi primera novela, El mundo de aquí (EyC, 2014), una historia tan excesiva que al parecer dinamitó mis convicciones, mis seguridades, por así decirlo. Creo que esas son las ruinas a las que se refería Sábato.

—Hoy en día tanto las alabanzas como las críticas parecieran ser gratuitas. Sin embargo la novela que recién mencionaste, El mundo de aquí, fue elogiada incluso por escritores de lectura muy exigente como Marco Tulio Aguilera. ¿Tantas caricias fueron un aliciente o una responsabilidad extra a la hora de comenzar a escribir Meridiana?

B: Ay, qué difícil asunto, Pablo. Mira, en mi caso los elogios me paralizan un poco. Me gustan, claro, pero a la hora de sentarme a escribir me desprendo de todo eso. Veo el escrito en turno como algo con sus propios problemas, sus propios retos narrativos. A la hora de abordar una nueva historia todo es como al principio, cuando borroneaba cuadernos durante mis clases de la prepa o de la universidad. Creo que cada novela, cada libro de cuentos es un universo con reglas propias. La responsabilidad no la incrementa el haber escrito una novela con éxito de lectores. A lo mejor debería…



—Pasaron veinte años desde la publicación de tus primeros cuentos. Si pudieras sentarte a conversar con aquella joven e inexperta escritora, ¿qué consejo le darías?

B: Niña, tú puedes. Tienes una de las más ambicionadas herramientas en este oficio: el lenguaje. Además, te gusta contar historias, crear personajes y construirles mundos. No pierdas el tiempo. Hazte de una disciplina de escritura. Crees que eres eterna pero verás en 20 años que no es así. Sólo permítete leer, muchacha. Agarra tu oficio por los cuernos de una vez, ya. Los novios sólo quitan el tiempo.

— ¿Y qué consejo creés que aquella lejana Beatriz le daría a la Beatriz de hoy?

B: Aunque no eres eterna, señora, cada día tienes la oportunidad de retomar tu gran pasión: la escritura. A lo largo de los años afianzaste un estilo y un abanico de temas que debes explorar hasta agotarlos. No te desanime la pelea de perros en que se ha convertido el escenario de la literatura nacional. Que no te agobie ver cómo le dan los premios a los mismos de siempre. Ya llegará el momento en que los jurados de costumbre se hospitalicen o sufran el tan ansiado relevo generacional. Escribe cada día y cada noche. No te preocupes por ganar un lugar dentro de las mafias literarias. Escribe porque escribir es tu pasión básica, primordial. Escribe porque eso eres: escritura.

—Hablando de mafias literarias: alguna vez te escuché hablar entre enojada y decepcionada del manejo de ciertos concursos literarios. Es obvio que tenés muy en claro que así como hay concursos limpios, también los hay amañados.

B: ¡Pero claro que hay concursos limpios (pocos) y amañados (la mayoría)! Hasta hace poco, la designación de los jurados en mi país se ha dado en función de las recomendaciones del Instituto Nacional de Bellas Artes o del ya extinto Consejo para la Cultura y las Artes, hoy Secretaría de Cultura. Los encargados de las instituciones, ignorantes de nombres y trabajos de escritores locales (y también nacionales) sólo tienen que pedir nombres a esas dos instancias, hacer llamadas y mandarles los trabajos. Claro que las instituciones se encargan de mover esas “chambitas”, como decimos en México al trabajo fácil, entre sus conocidos, sus amigos, sus compadres y comadres. Nadie se toma la molestia de revisar los nombres de los jurados para ver cuántas veces se le dan concursos a las mismas personas, que la mayoría de las veces tienen alumnos en sus talleres que concursan en muchos lados. Y ocurre lo impensable: esos escritores reconocen trabajos de sus alumnos y los premian. Pero ya se están llevando a cabo acciones contra esas prácticas. Ahora en algunos Estados del país te dan a firmar un documento donde aceptas no conocer los trabajos. O si reconoces alguno, te conminan a abandonar el encargo. Yo confío en que las autoridades de cultura apliquen otros criterios para infundir confianza en los concursos nacionales e internacionales. Mandar la selección de trabajos a otros Estados, por ejemplo. No dejarlos en el centro, donde siempre son las mismas ternas de jurados. Ya puede verse incluso un patrón: ¡Ah!, si ganó esa obra es porque estuvo fulano o sutana. Y es injusto. Porque el criterio y el gusto personal de cada jurado funcionan a favor o en contra de autores propositivos, experimentales, eróticos-pornográficos o cuya búsqueda se da en terrenos “difíciles”. Te sorprendería, Pablo, saber cuánta mojigatería y pudores religiosos hay en los creadores de estas tierras. Hay temas que por “corrección política” no se premian. Sobre todo en los concursos que tienen participación gubernamental (90%). ¿Cómo va a publicar el gobierno estatal o municipal o federal este trabajo tan logrado pero que enaltece valores tan oscuros o tan polémicos o tan reprobables desde el punto de vista moral o religioso? ¡No! ¡Violencia ya no! No la exaltemos, no la miremos, no hagamos héroes a los malos (aunque acaben por vencer los buenos), ni a los cachondos, a los gays, lujuriosos, adúlteros y mucho menos a los promiscuos.

—Y también es obvio que hay muchas personas del mundo del libro que parecieran tener miedo a opinar sobre este tema, ¿no creés? Como si fuese un vergonzoso secreto de familia que todos conocemos pero del que es mejor no hablar.

B: Claro, Pablo, se acaban las prebendas, las canonjías. Muchos de esas entidades silenciosas como una tumba guardan secretos propios o ajenos sobre fallos indebidos, resoluciones pactadas de antemano o, peor aún, callan porque se han beneficiado de esas trapacerías. Es una corrupción silenciosa, invisible, pero que ha impedido proyectar a nuestro país al lugar que merece tener en el panorama internacional de las letras.

—Pasemos a un tema más amable. No solo sos escritora, a través de tus talleres también sos maestra de buena cantidad de escritores. ¿Qué te despiertan tus alumnos más jóvenes? A mí a veces me da ternura el modo en que idealizan la vida del escritor, otras veces me enoja lo poco que leen (¿cómo pretenden ser escritores si apenas leen unos pocos libros al año?), otras veces… Mejor me callo, acá la opinión que importa es la tuya.

B: ¡Me haces reír, Pablo! Cierto, mis alumnos y alumnas son la parte sustancial de mi vida. La interacción con ellos es el oxígeno que aviva ese fuego que no debe morir en mi interior. Como bien dices, ¿cómo pretenden ser escritores si no leen? ¿Cómo quieren publicar si batallan tanto con las entregas semanales de trabajos? A lo largo del tiempo he aprendido a leer en la mirada de esos jóvenes la ambición, la voracidad de conocimientos. A veces llega a los talleres uno de esos personajes hambrientos de escritura. Se reconocen por su compromiso, su angustia cuando algo no les sale o no lo entienden. Se reconocen porque dedican sus tiempos libres a experimentar con su escritura en busca de un estilo. Ese fenómeno lo he visto en chicos de 15, 17 años. Pero también me ha tocado verlo en personas ya con una vida a cuestas. Es difícil describir la sensación que me causan sus trabajos. Es como esas mariposas del enamoramiento, de la emoción extrema.

— ¿Qué haremos cuándo la inspiración no llegue, Beatriz? ¿Nos dedicaremos a otra cosa? ¿O nos sucederá como a esos boxeadores que precisan recibir una golpiza para comprender que deben retirarse?

B: ¡Jajajaja! No, Pablo, no seas tan pesimista. La inspiración no es más que experiencia acumulada. Creo que si uno mantiene una dinámica de trabajo permanente, si se engarza en batallas que vale la pena librar, si se mantiene activo en los talleres y las clases, inspiración es lo que menos hará falta. Quizá dinero sí. Pero inspiración, nunca.

—¡Muy bien, Beatriz! De aquí en más nuestra frase será: “¡Que falte el dinero, pero jamás la inspiración!” (es más, si tenemos suerte hasta es posible que lo segundo nos lleve a lo primero). Ahora vamos con la última e inevitable pregunta de Un café en Buenos Aires: te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
B: ¡Ah! Me encantaría invitar un café a George Sand, esa escritora que tuvo el atrevimiento (cuestionable porque en el fondo les hacía el juego a los varones de su época) de vestir de hombre, firmar sus obras con nombre masculino, irse de su casa con sus hijos (proeza en esa época), tener amantes y defender su derecho a escribir y publicar en un tiempo en que las mujeres no podían tener un nombre artístico por sí mismas. Siempre me impresionó su historia. A estas alturas de mi vida, me inspira. George nació en julio, igual que yo, así que era una dama del verano. La traería a Puebla, a un café que se llama Zaranda, ubicado muy cerca del edificio Carolino de la Universidad Autónoma de Puebla. Luego de que ella acomodara su bastón y su sombrero en alguno de esos percheros que ahora ponen para que las damas cuelguen sus bolsos de mano o sus mochilas, ordenaría un espresso cortado para ella y un lechero para mí. Mi pregunta principal sería: Estimada George, ¿cómo le hiciste para escribir todas las noches 20 páginas a mano, a pesar de tu vida tan libre pero tan dedicada a los escándalos amorosos? ¿Te nutrías de esos conflictos para tu obra? Y yo creo que ella me contestaría: “Escribía esas 20 páginas como si tomara una medicina, querida. Luego del amor, la escritura era el alma de mis actividades. No sé por qué te extraña que escribiera esas cuantas páginas. No había nada más que hacer luego del amor, los baños al amante en turno, la cena y el láudano para que durmiera bien y no me molestara con los celos que sufría hasta en sueños (todos sufrían de celos, todos). Ese es el costo de la libertad, hija: el escándalo”.

Ya entonces terminaría muy despaciosa su café, tomaría su chistera y su bastón y saldría muy oronda de la cafetería, dejando a los parroquianos boquiabiertos, seducidos, derretidos, impresionados por su atuendo decimonónico y su alma libérrima.

Luego de ese café, me gustaría que me acompañara a comprar un traje de hombre para después irme a tomar ajenjo hasta caer desmayadas de la risa sobre la alfombra persa de algún salón que de pronto se volviera verde y se llenara de haditos que nos acariciaran con sus alas tornasoladas. Eso me gustaría.
Pablo Hernán Di Marco

* Pablo Hernán Di Marco.

Autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la I Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera» 2012, Colombia), y Espiral (finalista del XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Desde Buenos Aires trabaja vía Internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas.

Sígalo en Facebook: pablohernan.dimarco


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